: Virginia Woolf
: Orlando
: Edhasa
: 9788435048606
: 1
: CHF 5.30
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 288
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Toda la producción literaria de Virginia Woolf está ligada a su peripecia vital y Orlando no es un caso distinto. Su amante Vita Sackville-West fue quien la inspiró en esta novela. Pero ella no es Orlando, claro. Orlando es un ser imposible de abarcar, que vive en cinco siglos distintos (desde mediados del siglo xvi hasta principos del XX), que cambia de sexo sin cambiar de identidad, que es embajador y vive una temporada con un grupo itinerante de gitanos... Orlando es un ser en busca de su plenitud vital, visto desde la óptica de un biógrafo peculiar, irónico y que parodia el propio género. Porque Orlando es muchos Orlandos. Con esto, la historia, ambientada siempre en sugerentes escenarios e impregnados la particular obsesión de la autora por el transcurso del tiempo, se desliza como un deslumbrante cuento de hadas ante los fascinados ojos del lector. En definitiva, Orlando (1928) es, sobre todo, un texto peculiar y tremendamente original, una novela tan maravillosa como difícilmente clasificable. Sólo una agilidad narrativa como la de Woolf podía trenzar un juego literario semejante, y sólo un autor como Borges estaba en condiciones de verterla a nuestra lengua. Hay una guía de lectura disponible para el profesorado, pueden solicitarla a la editorial Edhasa por correo electrónico.

VIRGINIA WOOLF ( 25-01-1882 / 28-03-1941 ) Sin duda, una de las novelistas británicas más influyentes de siglo XX, tanto por la novedad de los temas que aborda en sus obras como por la composición formal de las mismas. Fundadora con su marido Leonard Woolf de la editorial Hogarth Press, donde publicarían a Rilke, Svevo o Freud, entre otros, no tardó en convertirse en uno de los nombres más sobresaientes del llamdo 'Grupo de Bloomsbury' (Roger Fry, John M. Keynes, Vanessa Stephen, E.M. Foster...). Después de dedicarse por un tiempo a la crítica literaria, en 1915 inició una carrera como narradora marcada por la voluntad de liberar la prosa inglesa del realismo y la uniformidad en que se había estancado, al tiempo que investigaba en el terreno de la teoría literaria y de la condición de la mujer. Sus novelas La señora Dalloway (1925), Al Faro (1927), Orlando (1928) Las olas (1931) ocupan un lugar destacado en la historia de la literatura universal.

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Él –porque no cabía duda sobre su sexo, aunque la moda de la época contribuyera a disfrazarlo– estaba acometiendo la cabeza de un moro que pendía de las vigas. La cabeza era del color de una vieja pelota defootball, y más o menos de la misma forma, salvo por las mejillas hundidas y una hebra o dos de pelo seco y ordinario, como el pelo de un coco. El padre de Orlando, o quizá su abuelo, la había cercenado de los hombros de un vasto infiel que de golpe surgió bajo la luna en los campos bárbaros de África; y ahora se hamacaba suave y perpetuamente, en la brisa que soplaba incesante por las buhardillas de la gigantesca morada del caballero que lo tronchó.

Los padres de Orlando habían cabalgado por campos de asfódelos, y campos de piedra, y campos regados por extraños ríos, y habían cercenado de muchos hombros, muchas cabezas de muchos colores, y las habían traído para colgarlas de las vigas.

Orlando haría lo mismo, se lo juraba. Pero como sólo tenía dieciséis años, y era demasiado joven para cabalgar por tierras de Francia o por tierras de África, solía escaparse de su madre y de los pavos reales en el jardín, y subir hasta su buhardilla para hender, y arremeter y cortar el aire con su acero. A veces cortaba la cuerda y la cabeza rebotaba en el suelo y tenía que colgarla de nuevo, atándola con cierta hidalguía casi fuera de su alcance, de suerte que su enemigo le hacía muecas triunfales a través de labios contraídos, negros. La cabeza oscilaba de un lado a otro, porque la casa en cuya cumbre vivía era tan vasta que el viento mismo parecía atrapado ahí, soplando por acá, soplando por allá, invierno y verano. La verde tapicería de Arrás con sus cazadores se agitaba perpetuamente. Sus abuelos habían sido nobles desde que empezaron a ser. Habían salido de las nieblas boreales con coronas en las cabezas. Las barras de oscuridad en el cuarto y los charcos amarillos que ajedrezaban el piso, ¿no eran acaso obra del sol que atravesaba el vitral de un vasto escudo de armas en la ventana?

Orlando estaba ahora en el centro del cuerpo amarillo de un leopardo heráldico. Al poner la mano en el antepecho de la ventana para abrirla, aquélla se volvió inmediatamente roja, azul y amarilla como un ala de mariposa. Así, los que gustan de los símbolos y tienen habilidad para descifrarlos, podrían observar que aunque las hermosas piernas, el gallardo cuerpo y los hombros bien hechos estaban decorados todos ellos con diversos tintes de luz heráldica, la cara de Orlando, al abrir la ventana, sólo estaba alumbrada por el sol. Imposible encontrar cara más sombría y más cándida. ¡Dichosa la madre que pare, más dichoso aún el biógrafo que registra la vida de tal hombre! Ni ella tendrá que mortificarse, ni él que invocar el socorro de poetas o novelistas. Irá de gesta en gesta, de gloria en gloria, de cargo en cargo, siempre seguido de su escriba, hasta alcanzar aquel asiento que representa la cumbre de su deseo.

Orlando, a primera vista, parecía predestinado a una carrera semejante. El rojo de sus mejillas era aterciopelado como un durazno; el vello sobre el labio era apenas un poco más tupido que el vello sobre las mejillas.

Los labios eran cortos y ligeramente replegados sobre dientes de una exquisita blancura de almendra. Nada molestaba el vuelo breve y tenso de la sagitaria nariz; el cabello era oscuro, las orejas pequeñas y bien pegadas a la cabeza. Pero, ¡ay de mí!, estos catálogos de la hermosura juvenil no pueden acabar sin mencionar la frente y los ojos. ¡Ay de mí!, pocas personas nacen desprovistas de esos tres atributos; pues en cuanto miramos a Orlando parado en la ventana, debemos admitir que tenía ojos como violetas empapadas, tan grandes que el agua parecía haber desbordado de ellos ensanchándolos, y una frente como la curva de una cúpula de mármol apretada entre los dos medallones lisos que eran sus sienes. En cuanto echamos una ojeada a la frente y los ojos, nos extraviamos en metáforas. En cuanto echamos una ojeada a la frente y a los ojos, tenemos que admitir mil cosas desagradables de esas que procura eludir todo biógrafo competente. Lo inquietaban los espectáculos como el de su madre, una dama hermosísima de verde, que salía a dar de comer a los pavos reales con Twi