II. PASA EL TIEMPO
1
—Bueno, habrá que esperar a mañana hasta ver —dijo el señor Bankes, entrando de la terraza.
—Está una noche muy oscura, no se ve nada —dijo Andrew, que volvía de la playa.
—No se distingue siquiera donde empieza el mar y donde acaba la tierra —dijo Prue.
—¿Hay que dejar esa luz encendida? —preguntó Lily, cuando se estaban quitando las chaquetas en la entrada.
—No —dijo Prue—, si ya hemos vuelto todos.
—Andrew —gritó volviendo la cabeza—, apaga por favor la luz del vestíbulo.
Una por una se fueron apagando todas las luces, menos la del cuarto del señor Carmichael, que tenía la costumbre de quedare un rato despierto leyendo a Virgilio y que dejó su vela encendida hasta bastante más tarde que los demás.
2
Una vez apagadas todas las luces, la luna se hundió, se inició un tamborileo de llovizna sobre el tejado y sobrevino un chaparrón de inmensa oscuridad. Parecía que nada iba a poder escapar a aquella oleada, a aquella inundación de oscuridad, que, colándose por todas las rendijas y por el ojo de las cerraduras, se escabullía por las persianas y se iba tragando aquí una jarra, allá una jofaina o un florero lleno de dalias rojas, y acullá los agudos perfiles y el bulto macizo de la cómoda. Pero no eran solamente los muebles lo que quedaba desvanecido e indistinto, apenas si se reconocía algún resto de cuerpo o de pensamiento del que pudiera decirse «eso es tal» o «eso es cual». Sólo de vez en cuando se percibía el gesto de una mano intentando agarrarse a algo o defenderse de algo, o el gemido de alguien o una risa cosquilleando la nada, como queriendo jugar con ella.
Nada rebullía en el salón, ni en el comedor ni en la escalera. Nada más que aquellas rachas desprendidas del cuerpo del viento se filtraban sigilosamente por las esquinas y se aventuraban al interior haciendo crujir los goznes herrumbrosos y las molduras hinchadas por la humedad del mar. Hay que tener en cuenta que la casa ¡estaba tan destartalada! Casi podía uno imaginarse aquellas ráfagas sutiles penetrando en el salón, investigándolo todo, fisgándolo todo, jugueteando con un girón suelto del empapelado de la pared, preguntándose cuánto tiempo duraría colgando de allí, cuándo se desprendería del todo. Se refregaban sutilmente contra las paredes, las recorrían cavilando, como queriendo preguntarle a las rosas rojas y amarillas estampadas en el papel cuándo se marchitarían, examinando —sin prisa, porque tenían todo el tiempo por suyo— las cartas rotas tiradas a la papelera, las flores, los libros, todo lo que se ofrecía a su examen, interrogando a cada cosa para averiguar si era su aliada o su enemiga, para saber cuánto tiempo iba a durar allí.
Y así, guiados por la luz casual de alguna estrella que quedaba al descubierto o de algún barco errabundo, o el Faro cuando eventualmente dejaba su pisada blanquecina en las escaleras o en el felpudo, aquellos vientecillos trepaban escaleras arriba y husmeaban ante la puerta cerrada de los dormitorios. Pero allí no tenían más remedio que detenerse. Todo cuanto por doquier estaba abocado a la muerte y la desaparición, allí dentro se mantenía a buen recaudo. Era como si, al inclinar su aliento sobre la cama misma, alguien les dijera a aquellas luces resbaladizas y a aquellos vientecillos enredadores: «Aquí no podéis tocar nada, nada lograréis destruir». Al sobrevolar