Capítulo II
Llevamos al Spearhafoc a puerto
No fue fácil. Gerbruht había conseguido ralentizar la entrada de agua, pero no impedir que la mar rizada del atardecer zarandeara el elegante casco de la nave. Tenía a una docena de hombres exclusivamente dedicados a las labores de achique, pero mi mayor temor era que el tiempo empeorara y que eso condenara alSpearhafoc a un postrer viaje bajo el mar. Sin embargo, las rachas de viento se mostraron amables, y hasta tuvieron el espléndido detalle de rolar a poniente y de soplar sin interrupción. El mar, que había empezado a alebrestarse, se calmó, y la vela delSpearhafoc, con su altivo lobo al frente, nos condujo suavemente hacia el norte. Anochecía ya cuando alcanzamos las islas de Farnea y serpenteamos, renqueantes, por entre sus cabos y ensenadas. Al oeste, el firmamento parecía un horno de rabiosas llamaradas rojas, y sobre ese fondo escarlata comenzó a recortarse la negra silueta de los murallones de Bebbanburg. La exhausta tripulación a los remos avanzó lentamente por el estrecho canal que da al fondeadero. Varamos cuidadosamente alSpearhafoc en los bajíos de arena, y a la mañana siguiente reunimos varias yuntas de bueyes para arrastrarlo por encima del límite de la pleamar, a fin de reparar tranquilamente la proa. ElBanamaðr y el barco apresado nos siguieron por el embudo anterior a la bocana del puerto.
Mientras mis hombres bregaban para enfilar la nave, tuve ocasión de charlar largamente con el padre Ceolnoth. Sin embargo, por más que lo intenté, lo cierto es que se mostró en todo momento circunspecto, callado y muy poco dispuesto a cooperar. Wistan, el atolondrado jovencito convencido de que su dios deseaba mi muerte, se había pasado todo el viaje igualmente abatido y contrario a cualquier conversación. Pregunté a los dos quién los había enviado en aquella misión homicida, pero ninguno se dignó a darme una respuesta. Liberé a Wistan de las ligaduras que lo mantenían sujeto al palo del navío y le mostré el vasto montón de espadas que habíamos confiscado a sus camaradas.
–Puedes coger una y tratar de matarme otra vez, si quieres –le dije.
El rostro se le enrojeció como las ascuas al ver que mis hombres se echaban a reír, animándolo a aceptar mi ofrecimiento. Sin embargo, no intentó culminar su obra. Se limitó a permanecer sentado en las planchas de los imbornales hasta que Gerbruht le ordenó que se pusiera a achicar agua.
–¿Quieres continuar con vida, chaval? ¡Pues ponte ahora mismo a lanzar cubos por la borda! –Viniendo del gigantesco frisio, una recomendación como ésa era cosa a tener muy en cuenta.
–¿No será Ceolberht tu padre? –pregunté de improviso al padre Ceolnoth.
Lo dejó totalmente desconcertado que conociera a su señor padre, pero en realidad había lanzado la idea un poco al azar.
–Sí –contestó secamente.
–Lo conocí cuando no era más que un crío.
–Eso me explicó él mismo –pretextó el curita, que, tras una pausa, remató una vez más la frase con el preceptivo «señor».
–Pues por esa época no se puede decir que yo le cayese precisamente bien, dicho sea de paso. Y hasta me atrevería a aventurar que sigo sin ser santo de su devoción.
–Nuestro Dios nos enseña las virtudes del perdón –replicó, aunque con el tono de amargura de algunos sacerdotes cristianos cuando se les fuerza a admitir alguna verdad incómoda.
–¿Y dónde está ahora tu padre? –quise saber.
Guardó silencio un largo rato, pero al cabo de un tiempo quedó claro que había llegado a la conclusión de que su respuesta no iba a revelar en realidad ningún secreto.
–Mi padre sirve al Todopoderoso en la catedral de Wintanceaster. Y también mi tío.
–¡Me alegra saber que viven los dos! –exclamé, aunque no era cierto, porque no me gustaba ninguno de los dos. Eran hermanos gemelos, nacidos en Mercia, y se parecían como dos gotas de agua. En otro tiempo, los había retenido como rehenes tras haber sido capturados por los daneses. Y, a diferencia de Ceolnoth y Ceolberht, que detestaban haber sido apresados, yo me alegré enormemente de la suerte que les había tocado correr. Me caían bien los daneses, pero aquellos mellizos eran dos fervorosos cristianos, hijos de un obispo, y llevaban incrustada en la sesera la idea de que todos los paganos éramos de la piel del diablo. Tras ser puestos en libertad, uno y otro habían acudido al seminario para prepararse para su misión evangélica, y aquello terminó de inculcarles un odio vehemente a todo cuanto oliese a impiedad o paganismo. El destino había dispuesto que nuestros caminos se cruzaran con mayor frecuencia de lo deseable, y desde luego ellos siempre