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Persona non grata
13 de noviembre de 2005
Soy un hombre de cifras, así que empezaré con algunas que son importantes: 260, 1 y 4.500.000.000.
Y esto es lo que significan: en fines de semana alternos hacía el viaje de Moscú, la ciudad donde vivía, a Londres, la ciudad que yo consideraba mi casa. En los últimos diez años había hecho este viaje 260 veces. La finalidad número 1 de este viaje era ver a mi hijo David, que entonces tenía ocho años y vivía con mi exmujer en Hampstead. Cuando nos divorciamos me comprometí a ir a verle cada dos fines de semana pasara lo que pasara, y nunca había faltado a mi compromiso.
Había 4.500.000.000 de razones para regresar a Moscú con tanta regularidad. Esa cifra representaba el valor total en dólares del activo que controlaba mi empresa, Hermitage Capital. Yo era su fundador y director ejecutivo, y en la década anterior había hecho ricas a muchas personas. En el año 2000 el Fondo Hermitage había sido catalogado como el mejor fondo de mercados emergentes del mundo. Habíamos generado unos dividendos del 1.500 por ciento a los inversores que se habían mantenido con nosotros desde que lanzamos el fondo en 1996. Este éxito de mi negocio superó con creces mis aspiraciones más optimistas. La Rusia post-soviética había sido testigo de algunas de las oportunidades de inversión más espectaculares en la historia de los mercados financieros, y trabajar allí había sido tan arriesgado —y a veces tan peligroso— como rentable. Nunca fue aburrido.
Había hecho el viaje de Londres a Moscú tantas veces que me lo conocía al dedillo: cuánto tiempo se tardaba en pasar el control de seguridad en Heathrow; cuánto en embarcar en el avión de Aeroflot; cuánto en despegar y volar en dirección al este hacia un país oscureciente que, a mediados de noviembre, avanzaba deprisa al encuentro de otro frío invierno. El tiempo de vuelo era de doscientos setenta minutos, suficiente para echar una ojeada alFinancial Times, elSundayTelegraph,Forbes y elWall Street Journal junto con importantes correos electrónicos y otros documentos.
Mientras el avión tomaba altura abrí mi maletín para sacar la lectura del día. Junto con los archivos, periódicos y revistas de papel satinado llevaba una pequeña cartera de piel en la que había 7.500 dólares en billetes de 100. En caso de necesidad, con esa suma tendría más oportunidades de conseguir un asiento en un proverbial vuelo que partiría de Moscú, como el que habían tomado aquellos que habían conseguido escapar por los pelos de Phnom Penh o Saigón antes de que sus países se hundieran en el caos y la ruina.
Pero yo no escapaba de Moscú, sino que estaba regresando a él. Regresaba al trabajo, y por tanto quería ponerme al día de las noticias del fin de semana.
Un artículo de la revistaForbes que leí casi al finalizar el vuelo cautivó mi atención. Trataba de un hombre que se llamaba Jude Shao, un americano de origen chino que, como yo, tenía un MBA (Máster en Administración de Empresas) de la universidad de Stanford, donde había estudiado unos años después que yo. No lo conocía, pero, como yo, era un exitoso hombre de negocios en tierra extranjera. En su caso, China.
Había entablado conflicto con algunos oficiales chinos corruptos y en abril de 1998 fue arrestado después de negarse a pagar un soborno de 60.000 dólares a un recaudador de impuestos de Shanghái. Finalmente fue condenado por cargos falsos y sentenciado a dieciséis años de cárcel. Algunos alumnos de Stanford habían organizado una campaña de presión para sacarle de allí, pero no dio ningún resultado. Por lo que leí, Shao se estaba pudriendo en alguna asquerosa prisión china.
El artículo me heló la sangre. China era diez veces más segura que Rusia en lo referente a hacer negocios. Durante unos minutos, mientras el avión descendía a tres mil metros sobre el aeropuerto Sheremétyevo de Moscú, no dejé de preguntarme si no estaría yo haciendo el imbécil. A lo largo de los años había enfocado las inversiones principalmente en el activismo accionista. En Rusia eso significaba desafiar la corrupción de los oligarcas, el grupo de veinte hombres más o menos de los que se sabía que habían robado el 39 por ciento del país tras la caída del comunismo y que se habían convertido en multimillonarios casi de la noche a la mañana. Los oligarcas poseían la mayor parte de las compañías que cotizaban en la Bolsa rusa y con frecuencia robaban esas mismas compañías sin que nadie se percatara de ello. En general había salido bien parado en mis batallas con ellos y, aunque esta estrategia había hecho exitoso mi fondo, también me había creado muchos enemigos.
Cuando acabé de leer la historia de Shao pensé: «T