De pequeño, bien abrigado en las aulas de la escuela, voy descubriendo las bases de mi futura vida humana —aprendo a leer, escribir, hacer cuentas y comportarme en sociedad— y me dejo llevar fácilmente al contemplar, a través de la ventana, la nobleza del mundo salvaje. Observo los gorriones, los petirrojos, los herrerillos, todos los animales que se inmiscuyen en mi campo visual, y empiezo a apreciar así la suerte de esas pequeñas criaturas por disfrutar de semejante libertad, mientras yo estoy encerrado en el aula con otros niños, los cuales, al parecer, sí se encuentran a gusto. Yo, en cambio, desde la altura de miras de mis seis años, aspiro a esa misma libertad que observo. Calibro, porsupuesto, la rudeza de la vida salvaje, pero la observación de tal existencia, simple y serena aunque peligrosa, hace germinar en mi interior una actitud amotinadora contra esa visión humanaen la que,presumo,quieren encerrarme. Cada día que paso frentea laventana del fondo de la clase me aleja un poco más de los valores llamados «sociales», mientras que el mundo salvaje me atrae como un imán a una brújula.
Un día, poco después del comienzo del curso escolar, se produce un incidente que, aunque banal en apariencia, cristalizará ese germen de rebelión. Una mañana, al llegar a clase, me entero de que está previsto realizar una salida a la piscina. Como soy temeroso por naturaleza, enseguida empiezo a preocuparme. Al llegar a la piscina, me quedo paralizado. Es la primera vez que veo tanta agua, y, como no sé nadar ni lo he intentado nunca, me invade un miedo instintivo. Los otros niños parecen muy tranquilos, pero yo no dejo de apretar los dientes. La monitora, una mujer pelirroja de rostro alargado y severo, me ordena tirarme al agua. Yo me niego. Se le crispa el rostro, se le endurece el tono y, de nuevo, me ordena meterme en el agua. Vuelvo a negarme. Entonces, se me acerca a paso firme y militar, me agarra de la mano y me lanza a la piscina con violencia. Inevitablemente, empiezo a tragar agua y, como no sé nadar, me hundo. Entre gestos desesperados, veo a mi verdugo tirarse y venir hacia mí. Presa del pánico, estoy convencido de que quiere matarme. Mi instinto de supervivencia me empuja a conseguir lo impensable. Como un perrito,nado hasta el centro de la piscina y me sumerjo para pasar bajo lacuerda de seguridad que me separa de la piscina grande con la esperanza de llegar al borde opuesto. Una vez alcanzado, trepo escalera arriba y, con las fuerzas que me quedan, corro a refugiarme en los vestuarios. Me pongo el pantalón y la camiseta. Al salir del agua, la monitora me busca por todas partes. Por el sonido desus pasos en el suelo húmedo, sé que está atravesando el pasillo entre las pequeñas cabinas, dispuestas a ambos lados. Estoy encerrado en la tercera de la izquierda. Abre la primera puerta, que se cierra de un portazo. Siento el corazón a punto de estallar. Abre la segunda puerta, que se cierra con el mismo portazo. El escándalo infernal me lleva a pensar que está derribando cada puerta que encuentra a su paso. Aterrorizado, empiezo a reptar por el suelo, de una cabina a otra, deslizándome por el espacio que queda entre la pared y el suelo. Al llegar al final de la hilera, aprovecho unos segundos en los que ella examina el interior de una cabina para cruzar al otro lado y, así, sin hacer ruido, llego a la salida. Cuando por fin estoy fuera, bajo la calle a toda prisa, corriendo sin parar, con la mirada borrosa por las lágrimas y el cloro, hasta que un señor de aspecto familiar me detiene, me toma de la mano y me pide que vaya con él. Es el chófer del autobús. Me ha visto salir solo y ha tenido la sensatez de seguirme calle abajo. Entre hipidos, le explico lo que ha pasado, por qué no quiero volver a la piscina nunca más. Su voz y sus palabras consiguen tranquilizarme un poco. Cuando la pequeña epopeya llega a su fin y la maestra se entera de que ya me han encontrado, me siento al fondo del autobús solo, escrutado por los profesores y compañeros, como unanimal salvaje y peligroso al que hay qu