Estaba sentada en el vuelo de Air Koryo 152 a Pyonyang, lista para emprender el que sería mi sexto viaje a la capital norcoreana, pero el primero desde que Kim Jong Un accediera al poder. Era el 28 de agosto de 2014.
Ir a Corea del Norte como periodista constituye siempre una experiencia extraña, fascinante y frustrante a la vez, pero este viaje iba a alcanzar nuevas cotas de surrealismo.
Para empezar, tenía a mi lado a Jon Andersen, un luchador profesional de San Francisco de ciento cuarenta kilos de peso que en elringadopta el apodo de Strong Man, y al que se conoce por su especial dominio de diversas técnicas de lucha libre que llevan nombres como «salto rompecuellos» o «presa de gorila con derribo».
Terminé junto a Andersen en clase preferente (sí, la aerolínea estatal comunista tiene clases) porque otro pasajero prefirió ocupar mi asiento en clase turista para poder sentarse con un amigo. Así que nos acomodamos en los asientos de color rojo del viejoavión Iliushin, que, con sus reposacabezas cubiertos de encajeblanco y sus cojines de brocado dorado, recordaban a los sillones del salón de casa de la abuela.
Andersen era uno de los tres luchadores estadounidenses que, tras dejar atrás sus mejores días, habían acabado en Japón, donde su tamaño les había ayudado a convertirse en las grandes atracciones que habían dejado de ser en su tierra natal. Allí disfrutaban de un modesto nivel de fama e ingresos. Pero seguían en el mercado en busca de nuevas oportunidades, por lo que en ese momento los tres se dirigían a un evento sin parangón: los primeros Juegos Internacionales de Lucha Profesional de Pyonyang, un fin de semanade competiciones relacionadas con la lucha y las artes marcialesorganizado por Antonio Inoki, un luchador japonés de rostro demacrado cuyo objetivo era promover la paz a través del deporte.
Cuando despegamos, Andersen me dijo que sentía curiosidad por ver cómo era realmente Corea del Norte, más allá de los clichés de los medios de comunicación estadounidenses. No tuve el valor de decirle que estaba volando hacia una farsa diseñada específicamente durante décadas para asegurarse de que ningún visitante pudiera ver cómo era realmente Corea del Norte; que no tendría ni un solo encuentro no planificado ni una sola comida normal y corriente.
La vez siguiente que vi a Andersen llevaba unos calzones cortos de licra de color negro —algunos los llamarían calzoncillos— conla palabra STRONGMAN estampada en el trasero. Irrumpió alegremente en el gimnasio Ryugyong Chung Ju-yung de Pyonyang frente a trece mil norcoreanos cuidadosamente seleccionados,mientras el sistema de sonido proclamaba a todo volumen: «¡Esun auténtico macho!».
Parecía mucho más grande sin la ropa puesta. Me quedé asombrada ante la visión de sus bíceps y los músculos de sus muslos, que parecían intentar escapar de su piel como la carne de las salchichas de su envoltura. Apenas pude imaginar la conmoción que debieron de sentir los norcoreanos, muchos de los cuales habían experimentado una hambruna que había matado a cientos de miles de sus compatriotas.
Momentos después apareció un luchador aún más grande, Bob Sapp, envuelto en una capa blanca de plumas y lentejuelas. Iba vestido para un carnaval, no para el Reino Ermitaño.
—¡Mátalos! —le gritó Andersen a Sapp mientras los dos estadounidenses se lanzaban contra dos luchadores japoneses mucho más pequeños.
Aquello resultaba tan extraño y alucinante como cualquier cosa que pudiera haber visto en Corea del Norte: una farsa estadounidense en la tierra de los propagandistas más malignos del mundo. Los norcoreanos que había entre el público, nada ajenos al engaño, no tardaron en darse cuenta de que todo aquello estaba extremadamente coreografiado, que tenía más de espectáculo que de deporte. Una vez conscientes de ello, se echaron a reír ante aquella teatralización.
Yo, en cambio, tenía problemas para discernir qué era real y qué no lo era.
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