I
La catástrofe de Montgeron
Por lo que se refiere a la señora Orlac, la historia comienza el 16 de diciembre, a las 23:10 h.
Fue en ese momento cuando el empleado con gorra blanca cruzó la estación de la PLM21.
Tras surgir de un despacho, se dirigía hacia las Salidas corriendo y gritando:
—¡Impidan partir al 49!
Entonces los presentimientos de la señora Orlac se convirtieron en angustia. Y al mismo tiempo supo que el malestar que había estado sufriendo todo el día era eso: presentimientos.
Porque lo propio de los presentimientos es no desvelar su verdadera identidad sino después de haber desaparecido y cuando los hechos han venido a confirmar a la criatura que tenía buenas razones para estar triste, inquieta y nerviosa. Buenas razones futuras.
Hasta entonces, Rosine Orlac no había sospechado que fuera sombría por anticipación. Aquella vaga melancolía, aquel pequeño terror latente que habían hecho presa en ella desde por la mañana no eran en su caso inéditos. Mujer en grado superlativo, rubia y parisina, a veces le pasaba que veía oscurecerse todo, como si una nube hubiera ocultado de forma pasajera el sol. No sabía por qué. No trataba de saberlo. «Todo el mundo es así». Al día siguiente, al despertarse, la nube había pasado, y la vida parecía de nuevo totalmente soleada...
¡Pero esta vez no era lo mismo! ¡Oh, no! Se convenció de repente. Sobre todo, porque la alegría de reunirse con Stéphen debería haber expulsado de aquel día cualquier mariposa negra...
¿Stéphen?
Stéphen. Su marido muy amado. Stéphen Orlac, el célebre pianista virtuoso, simplemente.
La víspera, él había dado un gran concierto en Niza. Su ausencia solo había durado cuarenta y ocho horas. Pero Rosine no podía estar separada de él sin sentirse desolada, y los días de encuentro eran grandes fiestas en las que su corazón se engalanaba.
Hacía un cuarto de hora largo que aguardaba la llegada del rápido de Marsella.
La admiración de los hombres la había envuelto al bajarse de su automóvil y algunos, para seguir a la joven, habían comprado, como ella, un billete de andén.
Como siempre, Rosine Orlac era un objeto de contemplación y de deseo. Veintitrés años, todas las gracias, una cabellera de Melisande22 y el rostro más interesante que se pueda ver.
Todo lo que las envidiosas encontraban que criticar en ese rostro es que los ojos eran demasiado grandes y la boca demasiado pequeña. La más arpía había pretendido que eran unos ojos de giganta y una boca de enana... Es comprensible la vanidad de semejante crítica. A decir verdad, los ojos de Rosine er