: Leopold von Sacher-Masoch, John Cleland, D. H. Lawrence, August Nemo
: 3 Libros para Conocer Ficción Erótica
: Tacet Books
: 9783985518371
: 1
: CHF 2.70
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 445
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: Ficción Erótica - La Venus de las pieles por Leopold Ritter von Sacher-Masoch. - Fanny Hill por John Cleland. - El amante de Lady Chatterley por D. H. Lawrence. Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.

Leopold von Sacher-Masoch (Lemberg; 27 de enero de 1836 - Lindheim, Fráncfort del Meno; 9 de marzo de 1895) fue un escritor austríaco. Su celebridad se debe ante todo al escándalo que acompañó la publicación de algunas de sus novelas, en particular de La Venus de las pieles, y a ser el apellido Masoch el inspirador de la palabra masoquismo, cuya utilización para definir ciertos comportamientos sexuales aparece por primera vez en Psychopathia sexualis (1886), de Krafft-Ebing, quien le otorgó este nombre a causa de las peculiares aficiones de sus personajes. John Cleland (24 de septiembre de 1709 - 23 de enero de 1789) fue un novelista inglés muy famoso conocido por escribir Fanny Hill. John Cleland fue el último hijo de William Cleland (1673/4 - 1741) y Lucy Du Pass. Nació en Kingston upon Thames, en Surrey, Londres. Su padre fue un oficial de la Armada británica. David Herbert Richards Lawrence (Eastwood, Inglaterra; 11 de septiembre de 1885-Vence, Francia; 2 de marzo de 1930) fue un escritor inglés, autor de novelas, cuentos, poemas, obras de teatro, ensayos, libros de viaje, pinturas, traducciones, y críticas literarias. Su literatura expone una extensa reflexión acerca de los efectos deshumanizadores de la modernidad y la industrialización,1? y aborda cuestiones relacionadas con la salud emocional, la vitalidad, la espontaneidad, la sexualidad humana y el instinto.

 

Fanny Hill


John Cleland

 

 

 

Primera carta


 

Señora:

Tomo la pluma para daros una prueba innegable de que considero vuestros deseos como órdenes. Entonces, y por desagradable que sea mi tarea, volveré a recordar esas escandalosas etapas de mi vida, de las que ya he salido, para disfrutar de todas las bendiciones que pueden otorgar el amor, la salud y la fortuna; estando aún en la flor de la juventud, y no siendo demasiado tarde para emplear los ocios que me proporcionan mi gran fortuna y prosperidad, cultivando mi entendimiento, cuya naturaleza no es vil, y que ha ejercitado, aun dentro del torbellino de placeres relajados en el que me vi envuelta, más observaciones sobre los caracteres y las costumbres mundanas de lo que es frecuente entre las que practicaban mi desgraciada profesión, quienes contemplan todo pensamiento o reflexión como su principal enemigo, los mantienen a la mayor distancia posible o los destruyen sin piedad.

Odiando mortalmente todo prefacio innecesariamente largo, no os haré perder más vuestro tiempo y no intentaré disculparme; preparaos para ver la parte libertina de mi vida, escrita con la misma libertad con que la llevé.

¡Verdad! La verdad cruda y desnuda es la palabra, y no me tomaré el trabajo de arrojar ni un velo de gasa sobre ella, sino que pintaré las situaciones tal como aparecieron naturalmente ante mí, sin cuidarme de infringir esas leyes de la decencia que nunca se aplicaron a unas intimidades tan candorosas como las nuestras, ya que vos tenéis demasiado entendimiento y demasiado conocimiento de los mismos originales para desdeñar remilgadamente a sus retratos. Los hombres más grandes, los que tienen gustos más refinados e influyentes, no tienen escrúpulos en adornar sus habitaciones privadas con desnudos, aunque se pliegan a los prejuicios vulgares y piensan que no serían un decorado decente en sus escalinatas o en sus salones.

Habiendo sentado estas premisas más que suficientes, me lanzo de cabeza en mi historia personal. Mi nombre de soltera era Frances Hill. Nací en un pueblecito cercano a Liverpool, en Lancashire, de padres muy pobres y creo, piadosamente, extremadamente honestos.

Mi padre, que había quedado baldado de las piernas, no podía realizar las faenas más laboriosas del trabajo del campo y, tejiendo redes, aseguraba su magra subsistencia que no mejoraba mucho porque mi madre mantuviera una escuela para niñas de la vecindad. Habían tenido varios hijos, pero ninguno vivió mucho, aparte de mí, que recibí de la naturaleza una constitución perfectamente sana.

Mi educación, hasta los catorce años, fue de las más vulgares; leía o más bien deletreaba, escribía con letra ilegible y bordaba torpemente; eso era todo. Y el fundamento de mi virtud no era más que una total ignorancia del vicio y la cautelosa timidez que caracteriza a nuestro sexo en esa tierna etapa de la vida, cuando los objetos alarman o atemorizan más que nada por su novedad.

Claro que este temor se cura con frecuencia, a expensas de la inocencia, cuando la señorita, gradualmente, logra no mirar a un hombre como a una criatura de presa que va a devorarla.

Mi pobre madre había dividido tan completamente su tiempo entre sus pupilos y sus pequeñas tareas domésticas que había dedicado muy poco a mi instrucción, ya que por su propia inocencia de toda maldad, nunca pensó ni remotamente en preservarme de ella.

Estaba yo por cumplir quince años cuando sufrí la peor de las desgracias, perdiendo a mis tiernos y cariñosos padres que me fueron arrebatados por la viruela con pocos días de diferencia; mi padre murió antes, apresurando así el fin de mi madre, y dejándome huérfana y sin amigos, ya que mi padre se había afincado allí accidentalmente y era originario de Kent. La cruel enfermedad que había sido tan fatal para ellos también me había atacado, pero con síntomas tan suaves y favorables que pronto quedé fuera de peligro y —cosa que no aprecié enteramente en aquellos momentos— sin ninguna marca. Omitiré referir aquí la pena y la aflicción que naturalmente sentí en una ocasión tan melancólica. Pasó algún tiempo y el atolondramiento de la edad disipó prontamente mis reflexiones sobre la irreparable pérdida, pero nada contribuyó tanto a reconciliarme con ella como las ideas que de inmediato me metieron en la cabeza de ir a Londres a servir, en lo que una tal Esther Davis me prometió ayuda y consejo, ya que había venido a ver a sus amigos y, después de unos días, debía retornar a su colocación.

Como ahora ya no me quedaba nadie vivo en el pueblo, nadie que se preocupara por lo q