Con la carpeta de dibujos y de acuarelas bajo el brazo, Ursula entró en la salita como un alegre vendaval; sus padres y su hermano ya estaban sentados a la mesa y, casi trastabillándose, les contó, como pudo, que, en contra de lo que esperaba, su trabajo había sido bien recibido, que la beca era suya casi con toda seguridad y que iba a aprender a dibujar, por fin. Sin darle tiempo a terminar, el hermano se levantó tan bruscamente que tiró la silla al suelo y le gritó:
—¿Es que vives en la luna?
Lo miró sorprendida. Era dos años mayor que ella y estudiaba Derecho.
—¿Te has vuelto loco? —preguntó ofendida.
Él, con los ojos entornados, le devolvió una mirada perversa.
—Espero no tener que avergonzarme de mi propia hermana —le recriminó con la voz ronca.
Ursula se fijó en que llevaba puesta una camisa oscura como de uniforme, en la que destacaba una insignia redonda. De pronto, se dio cuenta también de que su cara había cambiado mucho desde la última vez que la observó con detenimiento, sabía Dios cuándo habría sido eso. Tenía las facciones severas, el rostro cuadrado y en los ojos le relampagueaba un brillo fanático1. En busca de auxilio, apartó la vista y la deslizó hacia su padre y, luego, hacia su madre. Los dos siguieron paralizados y compungidos, sin levantar los ojos del plato, como si fueran de piedra.
El hermano siguió su mirada, pero se quedó con el padre.
—¿Y tú no dices nada? —le preguntó en tono severo.
El hombre hundió la vista en el plato y masculló cansado:
—Haz caso a tu hermano.
Ursula se quitó el abrigo, soltó la carpeta, se dejó caer en la silla como aturdida y se incorporó al almuerzo. Empezó a recordar que la ciudad estaba de fiesta y que el ambiente era casi embriagador, aunque no le había prestado atención, pensando que la imagen de la calle (aquella desacostumbrada agitación y las flamantes banderas que ondeaban en todas las casas) no era más que el espejo de su propia alegría. Y entonces, por fin, cayó en la cuenta: aquel día, la ciudad celebraba la entrada del hombre que extasiaba a millares de personas con sus palabras y del que esperaban milagros.
El almuerzo transcurrió en un silencio que pesaba como una losa y Ursula se entretuvo pensando en esas cosas, hasta que una mano la agarró por el hombro y la arrancó de ahí. Sobresaltada, levantó la cara y descubrió la del hermano, desencajada y suspendida por encima de ella como en una pesadilla. La miraba fijamente a los ojos hecho una furia, aunque no pudo sostener la mirada más que unos segundos, antes de que empezara a temblarle la mano y la soltara. Al incorporarse, recuperó la compostura y, apartándose de ella, añadió:
—Ya no lo aguanto más, Ursula. Piensa de una vez en todo lo que he hecho por ti.
Dejó la insignia sobre la mesa delante de su hermana y salió de la habitación sin más palabras.
El silencio que siguió al portazo fue más angustioso que el de antes. Ursula miró la insignia y, luego, a sus padres; se fijó en que él también llevaba una puesta. La madre se levantó sin decir nada, cogió un cuenco y se acercó de puntillas a la puerta, la abrió, miró hacia afuera, volvió a cerrarla, regresó a la mesa, dejó el cuenco, se sentó de nuevo y d