Recalada
En la costa ártica del norte de Noruega, ni siquiera a finales de marzo hay indicio alguno de la llegada de la primavera. Para entonces, la noche polar invernal ha llegado a su fin. En torno al solsticio de invierno, ha sido de noche durante las veinticuatro horas del día; cuando llegue el solsticio de verano, lucirá el sol durante toda la noche. Entre medias, en el equinoccio de primavera, los días se alargan a tal velocidad que se puede apreciar cómo cada uno tiene mayor duración que el anterior. Pero todo el terreno sigue cubierto de gruesas capas de hielo y nieve que llegan hasta la orilla del mar. No hay verdor alguno: ni flores, ni hierba, ni brotes en los raquíticos árboles. En esta época del año a veces hay días despejados, y entonces la costa resplandece con un fulgor deslumbrante a la luz del sol, pero lo normal es que esté azotada por fuertes vientos y oculta por la niebla congelada y la nieve acumulada.
Fue en esa costa, el 29 de marzo de 1943, donde verdaderamente comenzó esta historia. Ese día, un barco pesquero avistó tierra en ese lugar, a seis días de las islas Shetland, con doce hombres a bordo. Su llegada en el tercer año de la guerra a aquellas lejanas aguas enemigas, visibles desde un territorio ocupado por los alemanes, fue el resultado de mucha deliberación y de minuciosos preparativos. Un día después de la llegada, sin embargo, todos los planes que se habían trazado saltaron por los aires, y todo lo que sucedió después —las tragedias, las aventuras, los sacrificios y también el triunfo último— fue tan solo una cuestión de azar y no el resultado de ningún plan, sino simplemente de la suerte, tanto buena como mala, así como del valor y la lealtad.
Ese día en concreto lucía el sol y los doce hombres contemplaron el amanecer con entusiasmo. Llegar a tierra después de una travesía arriesgada siempre es emocionante, más aún cuando el barco se aproxima a la costa de noche, ya que al despuntar el día uno se encuentra con ella ya bien cerca. Aquella recalada suponía una emoción añadida para estos hombres, ya que todos eran noruegos y la mayoría estaban a punto de ver su país por primera vez desde que la invasión alemana los había obligado a abandonarlo, casi tres años antes. Por encima de todo, sentían la enorme emoción de estar jugando a un juego peligroso. Ocho de los doce eran los tripulantes del pesquero. Habían pilotado la embarcación sin ningún percance a través de más de mil quinientos kilómetros de océano considerados tierra de nadie y tenían que regresar una vez que dejaran en tierra a sus pasajeros y su cargamento. Los otros cuatro eran soldados entrenados para la guerra de guerrillas. Su viaje tenía dos objetivos, uno de tipo general y otro más concreto. Su objetivo general era instalarse en la costa y pasar el verano formando a los habitantes de la zona en el arte del sabotaje; su plan específico era atacar una gran base aérea alemana, llamada Bardufoss, en otoño. En la bodega del barco llevaban ocho toneladas de explosivos, armamento, comida y equipos para la supervivencia en el Ártico, así como tres radiotransmisores.
Mientras despuntaba el alba, se sintieron como se sentiría quizá un jugador que hubiera apostado toda su fortuna a un sistema en el que confiaba, con la salvedad de que ellos se estaban jugando sus propias vidas, lo que añade aún más emoción a cualquier apuesta. Confiaban en que a bordo de un pesquero noruego podrían burlar las defensas costeras alemanas y en que, a pesar del clima ártico y de la ocupación, con sus planes y sus equipos podrían vivir en aquella tierra estéril, y de aquella confianza dependían sus vidas. Si estaban equivocados, nadie podría protegerlos. La ayuda de Inglaterra no podría llegar tan lejos. Hasta entonces todo había ido bien; por el momento no había ningún indicio de que los alemanes tuvieran alguna sospecha. Pero las resplandecientes montañas que avistaron al sur, tan hermosas y serenas bajo aquella luz matutina, estaban preñadas de amenazas. Entre ellas se encontraba apostada la vigilancia costera alemana, que con el avance del amanecer enseguida avistaría la embarcación, solitaria en el centelleante mar. Aquella mañana se pondría a prueba la primera teoría y esa noche o la siguiente llegaría el momento álgido de la travesía para el barco y para sus ocupantes: el desembarco secreto.
En esa época, en 1943, aquella costa remota y apenas habitada gozaba de una enorme importancia en el ámbito internacional, que había adquirido de manera forzosa y repentina. Normalmente, en tiempos de paz, no existe lugar más tranquilo que el extremo septentrional de Noruega. Todos los veranos, durante dos meses, disfruta de una temporada turística, cuando los extranjeros acuden a ver las montañas, a los lapones y el sol de medianoche. Durante los otros diez meses del año, sin embargo, los humildes habitantes de la zona se ganan la vida a duras penas mediante la pesca y el trabajo en pequeñas granjas situadas a la orilla del mar. Están prácticamente aislados del mundo exterior, por el mar a un lado y por la frontera su