Uno
Ahí están, dos tipos corpulentos y bien vestidos en una sala de cine medio vacía y con el suelo pringoso, en Troy, Nueva York, quince kilómetros al norte de Albany; Albany, el culo de América, a ciento cincuenta kilómetros de Utica en dirección sudeste, unida a esta por una autopista cuyo carril derecho en ambas direcciones presenta unas condiciones casi tercermundistas. Quince kilómetros al norte del culo de América, Eliot Conte y Antonio Robinson esperan en Troy el comienzo de la retransmisión en vivo y en alta definición de la ópera del sábado por la tarde en el Metropolitan. Están sentados ya en sus butacas comiéndose unos bocadillos que ha preparado la deslumbrante mujer de Robinson: salami, cebolla, provolone y mostaza picante. Se turnan para beber de una bota de vino que han llenado con un caro chianti comprado por Conte —un homenaje, ha dicho, a Papá Hemingway y a la tradición del macho en la literatura norteamericana—. Eliot es un entendido en literatura norteamericana. Los dos son aficionados a la ópera, como una pareja de viejos homosexuales que llevan toda la vida juntos; dos heterosexuales que de vez en cuando, deliberadamente, solo para tocar las pelotas, se llaman «guapo» delante de hombres fornidos e indignados que no se atreven a burlarse de ellos.
Conte tiene la mirada perdida a su derecha, apartada de Robinson. Está cada vez más abstraído, mientras sus uñas, como si tuvieran voluntad propia, hurgan en las cutículas. Su voz no denota emoción alguna.
—«Utilizaré a las niñas para vengarme de ti», me dice Nancy. «Ya lo verás, Eliot. Antes de que esto termine, mataré a nuestras hijas».
—¿Has ido a Ricky’s? —pregunta Robinson con la boca llena—. ¿Has comprado las galletas de Ricky?
—«Mataré a nuestras hijas».
—La que estaba a punto de convertirse en tu exmujer lamentando la pérdida de tu potencia sexual, nada más.
Conte, en un tono apenas audible y con la mirada todavía perdida, contesta:
—Lo hacíamos unas dos veces al año.
—He de decir que mi mujer no estaría satisfecha con ese ritmo.
—Seguro que Millicent necesita más.
—Menos.
—Así que le digo: «Nancy, ¿cuántos años tienes?». Y me suelta: «Vale, Eliot, ya lo pillo, pedazo de cabrón. ¿Es más joven que yo? ¿Es más atractiva que yo? ¿Por eso nos dejas a mí y a las niñas, hijo de perra?». Le digo: «Tiene doce años más que tú. Tiene cuarenta y uno, Nancy. Y no, no es tan atractiva como tú».
—Espera un segundo, Eliot. Le dijiste que ibas a dejarla por ¿qué? ¿Por una persona mejor? ¿No por un culo mejor? ¿Le dijiste que la dejabas por una madurita feúcha con más personalidad?
—¿Quién ha dicho que fuera feúcha?
—En resumidas cuentas, tuviste los santos cojones de decirle que te habías decantado por alguien con más vitalidad, más inteligencia y mayor sensibilidad; una mujer con un gusto impecable para las artes interpretativas y que nunca te llamaría hijo de perra. Nancy da por se