Capítulo I
En el año del Señor de 1517, siendo un joven de veintiséis años, yo, Paolo Grillandi, jurisperito, fui nombrado juez adlátere en el Tribunal de Roma, donde comencé a aprender del juez general, Astolfo Rinaldi,la práctica de los procedimientos contra todo tipo de criminales y principalmente contra las servidoras del mal llamadas brujas.
Mucho antes de mi ingreso en la magistratura, desde que Inocencio VIII promulgó en 1484 la bulaSummis Desiderantes, que sancionaba oficialmente la guerra a los malignos y malignas y precisaba los criterios para distinguirlos, se habían celebrado innumerables procesos por brujería, muchos más que antes. Su Santidad había entendido que había aumentado en mucho el número de personas, hombres y sobre todo mujeres, dedicados a prácticas de hechicería y por ello había declarado «absolutamente necesario no tener piedad ni ser indulgentes contra ellas». El resultado había sido feliz, con grandes condenas a endemoniados, convertidos en inofensivos mediante la prisión o la hoguera.
Una ayuda insustituible había sido, y seguía siendo para nosotros, elMartillo de las brujas, que los doctos dominicos Sprengery Kramerhabían escrito en 1486 por encargo de Inocencio VIII, donde estaba previsto cada caso y se daban las instrucciones para el descubrimiento y castigo de los malignos. Por desgracia, a pesar del éxito, el diablo estaba más empeñado que nunca y había suscitado un número cada vez más grande de brujas y brujos: parecían aumentar tanto más cuanto más numerosamente se los procesaba. Eso creía yo al menos. En realidad, la mayoría de los investigados confesaba sin necesidad de tortura e incluso una imputada, esa Elvira que nunca podré olvidar, había cedido delante de mí sin haber recibido siquiera una amenaza. Había sido confinada tras la habitual solicitud formal de gracia. Sabíamos que no había que tenerla en cuenta porque, de otro modo, nosotros mismos habríamos sido sometidos a juicio: se trataba por tanto de elegir la pena, una vez obtenida la confesión. La mujer había sido denunciada por un hechizo contra un tal Remo Brunacci,también él de la villa de Grottaferrata. Había sido importante el testimonio de la parroquia, hasta el punto de que, aparte de la víctima, no había sido necesario interrogar a otros lugareños: Brunaccihabía perdido el miembro viril por la magia de la bruja y este se lo había confiado al arcipreste. Este le había pedido que se bajara los calzones y lo había comprobado personalmente: efectivamente, como había atestiguado después, no estaba el miembro. Había invitado entonces al fiel a hacer penitencia: ayunar y beber agua bendita, pidiendo al cielo recuperarlo sustraído. Para poder concentrarse mejor en la oración, había encerrado al penitente, dándole un cubo de dicha agua, en una pequeña habitación vacía de su casa y le había mantenido ahí un día y una noche. Cuando había vuelto a abrir por fin, el párroco le había realizado otro control y había aparecido entre las piernas el miembro viril, con una gran alegría y maravilla de Remo que, una vez despedido, había contado la historia a todo el pueblo. Posteriormente había llegado una carta anónima a la Inquisición, a la que le había seguido la oficial del arcipreste.
En ese tiempo yo asumía tales denuncias participando de la indignación. De hecho, también mi familia había tenido que sufrir terribles males de una bruja. Yo tenía nueva años y, después de haber aprendido a leer, escribir y contar, estaba entonces en la tienda de mi padre, maestro espadero, cuando mi madre, durante toda su vida rebosante de salud, había caído repentinamente presa de una fiebre maligna y había muerto. Yo era hijo único, a pesar de que los míos habrían deseado una prole numerosa para tener una familia como Dios manda. Muchas veces mi madre, llorando, le había repetido a mi padre que debía haber sido la comadrona que me había traído al mundo la que lo había impedido: había tenido un altercado con ella unos meses después de mi nacimiento, por culpa de la ropa tendida y esa mujer debía haberle pasado factura: es de dominio público que curanderas y comadronas son sospechosas de brujería por el solo hecho de su profesión; el mismoMartillo de las brujasindica a esas mujeres como seres potencialmente malignos. Temiendo su venganza tal vez sobre mí, mis padres habían hablado, aunque siempre solo entre el