CAPÍTULO 1
LAS SEIS BALAS DE LA BESTIA AFRICANA (1972)
Jean Neige tenía una sola misión. Conseguir la llave que abría la caja fuerte de la sucursal del Crédit Lyonnais. Les había prometido a sus hombres que aquello era cosa suya. Que no tardaría ni un minuto. Localizó el coche del director de la sucursal y le ordenó a Michel Aubriot que lo siguiera con la moto. Cerca, pero sin que sospechase nada. Diez minutos después llegó el semáforo. En la calle de Clemenceau. A Jean Neige le daba un poco de rabia que todas las putas ciudades francesas tuvieran su calle en homenaje a aquel gran hombre, pero era de una gran utilidad. Siempre podías quedar con alguien en la calle de Clemenceau de cualquier poblacho del país. Le pidió a Michel que acercase la moto a la puerta de atrás del coche. Estaban los hijos del director del banco. Un niño y una niña. Diez y ocho años. La madre iba en el asiento delantero. Bajó de la moto, abrió la puerta donde estaba el hijo del director, que antes de poder reaccionar ya se encontró con un revólver en la rodilla. Un segundo más tarde, Jean Neige había disparado. Primera bala. El disparo perforó la pierna, el hueso, se clavó en la tapicería del asiento. El niño se desmayó treinta segundos más tarde. Antes, Jean Neige había tenido tiempo de poner el arma en la rodilla de la niña y de pedirle a su padre que le diese la llave que abría la caja fuerte. El hombre se la dio sin ninguna resistencia. Error. Segunda bala. El director de la sucursal vio cómo el revólver se movía desde la rodilla de su hija en dirección a su cabeza. Se movió. Aquello le salvó la vida. El tiro no fue directo a la nuca, sino que se le clavó por encima de la espalda, muy cerca del cuello, y se hundía hacia algún lugar desconocido de su cuerpo. Jean Neige le pasó la llave a Michel Aubriot, que arrancó la moto y se fue a toda leche. El niño todavía no se había desmayado cuando Jean Neige disparó la tercera bala. La mujer del director del banco impactó contra la ventanilla lateral. No había habido error. El director del banco habría chillado, pero seguramente la segunda bala le había llegado a los pulmones, o a la tráquea, o vete a saber dónde, pero no conseguía articular los sonidos. Jean Neige se sentó al volante del coche. Lanzó al director contra su mujer y arrancó. Condujo hasta un aparcamiento subterráneo cercano a la estación de trenes. Dejó el coche bien aparcado. Entonces vio que el director todavía se movía. Cuarta bala. Esta sí que le atravesó la cabeza. Punto final. Se acercó a la niña.
—Tranquila. No te pongas nerviosa y todo irá bien.
La niña no podía ni hablar. Se había meado encima.
—Bájate los pantalones.
Ella no quería. O no podía. Él se los desabrochó y los bajó hasta los tobillos. Le acercó la pistola a la rodilla.
—Así es mucho mejor, no se te infectará la herida. Mejor dicho, las heridas.
Quinta bala, rodilla derecha. Sexta bala, rodilla izquierda. Jean Neige salió del aparcamiento, tiró el revólver en una bolsa de basura y sacó un billete para Villefranche-sur-Saône. Le sobraron cuatro minutos para llamar a la policía y advertirlos de que había un coche con heridos en el aparcamiento.
Michel Aubriot condujo la moto hasta el lugar de reunión. Tenían una hora antes de que nadie notase que el director no había ido a trabajar. Una hora es mucho tiempo si tienes la llave que abre la caja fuerte. Sería rápido. Entrar, abrir, coger los francos, salir. Michel Aubriot habría seguido a Jean Neige hasta el infierno si se lo hubiese pedido. Y Jean Nei