: Graziella Moreno
: Flor seca
: Editorial Alrevés
: 9788416328956
: 1
: CHF 5.30
:
: Krimis, Thriller, Spionage
: Spanish
: 250
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
El descubrimiento del cadáver de una mujer cubierto con pétalos de lavanda y la cara destrozada por una brutal paliza, será el detonante que sacará a la luz un caso de corrupción en el Cuerpo de Policía Nacional. Sofía, la juez que deberá encargarse del caso, está cada vez más deseosa de dar un paso adelante en su vida profesional y personal, pero esta investigación junto a los Mossos d'Esquadra le inculcará muchas dudas, incluso sobre su amigo Rivas, el policía nacional al que se le encarga una misión muy especial a fin de averiguar quién mueve los hilos de la trama corrupta y que lo llevará al límite. Toda investigación conlleva dificultades, pero para Anna y Víctor, dos jóvenes mossos d'esquadra, esta será un particular rompecabezas difícil de resolver y no exento de peligros; cuando distintos cuerpos sospechan unos de otros, surgen muchos recelos. Planeando sobre todos ellos, la sombra de los que se aprovechan de las debilidades humanas para conseguir dinero y poder. Nadie está a salvo, todo el mundo tiene un precio y este es, a menudo, demasiado alto. Graziella Moreno nos brinda una novela que habla sin reparos ni atajos sobre la fragilidad humana, las tentaciones y las cárceles del alma.

Graziella Moreno (Barcelona, 1965) quería estudiar Periodismo, pero por un error de cálculo empezó Derecho, que le gustó, sin dejar de escribir a ratos perdidos. Conoce las tripas de la administración de Justicia desde 1991, año en que empezó a trabajar como funcionaria, y ya en 2002, como juez. Ha estado destinada en los juzgados de Amposta, Gavà, Martorell y Barcelona y se ha especializado en derecho penal. Escribe relatos y artículos en revistas y diarios digitales. Publicó su primera novela en 2015, Juegos de maldad (Grijalbo), que fue nominada a mejor novela negra de 2015 en el festival de Cubelles Noir y recibió una mención especial del jurado. En 2016 publicó El bosque de los inocentes (Grijalbo), y en 2017, Flor seca (Alrevés), continuación de los personajes de la primera.

Hay ciertos secretos que no se dejan expresar.

EDGAR ALLAN POE,
El hombre de la multitud

23 de mayo del 2015

La bala atravesó la piel, el hueso y se alojó en el cerebro, acabando con la sonrisa de cocodrilo del viejo, por fin. A la rubia le esperaba el mismo destino, pero en su caso prefirió dispararle al corazón, o a lo que tuviese en su lugar, porque había conocido pocas hijas de puta como ella. Ver apagarse esos resplandecientes ojos verdes para siempre merecía una buena celebración. El mundo estaría mucho mejor sin el viejo y la rubia. Sin duda.

Pero nada de todo esto era real; tan solo imágenes reconfortantes que lo habían acompañado mientras, sin prisa ninguna, conducía por la ciudad hasta llegar a su destino. Aparcó en el primer espacio que encontró y encendió un cigarrillo mientras echaba a andar. Aspiró el humo con ansiedad. Fumar no lo calmaba, pero lo ayudaba a centrar las ideas. Y por Dios, le hacía mucha falta.

Nada bueno podía resultar de la visita que iba a hacer. Sus pies lo llevaban, obedientes, hasta la entrada, pero una parte de su mente le susurraba que todavía podía dar media vuelta y acabar con todo. Darse de baja del tema, fin de etapa. Por unos instantes jugó con esa idea, pero para qué engañarse, sabía que no lo haría. Tenía que reconocer que no siempre puede elegirse el camino y que, a veces, no hay una segunda opción. Eso está reservado para los que tienen la valentía de seguirla, y a estas alturas estaba claro que no pertenecía a ese grupo, pensó, esbozando una sonrisa amarga.

No era necesario llamar al timbre. Se limitó a esperar a que le abrieran mientras apuraba el cigarrillo y miraba a ambos lados de la calle. Varias cámaras de seguridad registraban todos los movimientos en unos cuantos metros alrededor de la finca. Era materialmente imposible acercarse sin ser observado, lo había comprobado personalmente.

Como en un cuento tras la palabra mágica, la pesada puerta gris se abrió lo justo para darle paso. Se guardó la colilla en el bolsillo de la chaqueta y empezó a subir los escalones de piedra que serpenteaban por el jardín, en el que se advertían signos de trabajo continuo. Olía a hierba recién cortada y a abono. Arrugó la nariz, «vaya pestazo», pensó, la tierra hedía como un auténtico montón de mierda. Cada planta, cada arbusto y cada árbol eran cuidados con mimo hasta la última hoja; el dueño de la casa exigía la perfección y, además, podía permitírselo, aunque el visitante no entendía la necesidad de gastarse una fortuna en ello. Se le ocurrían muchas otras formas de tirar el dinero.

Vio una mata de hortensias azules y, con disimulo, arrancó una de las flores que fue deshojando en su camino, dejando un rastro en el suelo. Necesitaba desahogarse un poco. Pasó junto a un busto de mármol blanco sobre un pedestal del mismo material que representaba al dios griego Apolo y le lanzó el resto sobre la pétrea cabellera, dándole un toque de color. En el pedestal había una frase grabada, «El dios cuyo oráculo está en Delfos ni dice ni oculta, sino da señales», que por lo visto había escrito un tal Heráclito. «Vaya sarta de gilipolleces», pensó. Aunque viniendo del viejo, no le extrañaba nada, el tío estaba como una chota.

Llegó a la lujosa piscina, en la que una isla central provista de tumbonas bajo una pérgola de dimensiones considerables cubierta por una hiedra espesa invitaba a tomarse un gin-tonic y relajarse. No había nadie dándose un baño, la temperatura no era mala, pero las nubes que corrían por el cielo quitaban las ganas a cualquiera. Un hombre vestido con un mono granate abrillantaba una de las duchas y ni siquiera se dignó a mirarlo cuando pasó por su lado. Estaba visto que a estas alturas ya formaba parte del mobiliario. En un arranque, sacó la colilla del bolsillo y la tiró al suelo. Al menos, que el tío del mono granate se ganara el sueldo.

Tras otro tramo de veinte escalones, llegó a una terraza ori