Todas las mañanas era fácil ver al perdedor desesperado, lo había probado todo y las babosas seguían comiéndose las dalias de su jardín, que fumigó con insecticida y que roció con repelente de reptiles y en el que escondió trampas crueles donde se ahogaran para siempre, según le aconsejó el chico del herbolario, que no sabía leer ni escribir, y aunque todas las mañanas el perdedor se levantaba con la esperanza de ver muertas cien babosas, con lo único que se encontraba era con las hojas de sus dalias roídas por la voracidad de esos bichos que nadie le sabía decir dónde se esconden, dónde duermen durante el día, para así poder cumplir su deseo de abrasarlas con petróleo y bailar alrededor de sus cuerpos la danza de la alegría.
Los lunes eran buenos días porque con la salida del sol se iban los visitantes y solo quedábamos la gente del pueblo y él, que caminaba con sus patas de enano enfermo hacia la iglesia a lavarse las manos con agua bendita y a hablar de mujeres con Justo, el cura, dentro del confesionario debidamente acondicionado con botellas de ron y tabaco rubio y una armónica que soplar y aspirar cuando estuviesen borrachos, después se arrastraba con su perenne tristeza de niño abandonado al bar de la plaza para jugar su partida de tute que siempre dejaba a la mitad porque a las diez y media le mortificaba el ansia de tocar la flauta a sus plantas, y salía del bar con los ojos llenos de notas bailando en un pentagrama que ni siquiera él podía comprender quizá porque no sabía nada de música y lo que le gustaba era soplar la flauta y tapar los agujeros a su antojo, abría la verja de su jardín y saludaba al arce con caricias en el tallo como si fuese un perro, y besaba al rosal y bromeaba con el hibisco para arrancarle la añoranza de su tierra, y zarandeaba a la recia yedra que murmuraba con su sordo estrépito de hojas aprisionadas, entraba en la casa y me saludaba con un gruñido de felino distraído mientras abría el agua de la manguera de regar las dalias, pues usaba una manguera y una temperatura diferente de agua para cada planta y cada árbol, ni siquiera me preguntaba qué hacía tan temprano en su casa desnudo y lleno de arañazos en la espalda, no le interesaba, yo era simplemente el profesor de latín de su hija por la mañana, tarde y noche, y mientras él regaba sus dalias y les contaba cuentos de amor y les vendaba sus hojas heridas, yo decía a su hija en latín desnúdate, preciosa, que vamos a ensayar una postura, y desde el cuarto de arriba oímos al perdedor tocar la flauta durante tantas horas que acabaron los jilgueros de las jaulas piando al son del instrumento del perdedor por esa extraña mimesis de los pájaros de colores privados de libertad.
Cuando el sol del mediodía de septiembre caía de lleno sobre el pueblo de casas blancas, el perdedor salía al jardín con su sombrero ancho de paja y de un silbido agudo llamaba a su lagarto multicolor para adiestrarlo en las difíciles lides de la obediencia, el perdedor entonaba un aria triste y el lagarto se ponía sobre dos de sus patas cortas y rechonchas y corría veloz sobre el césped estirando su cola para mantener el equilibrio, y con dos palmadas de su amo, el lagarto daba volteretas de titiritero, y a las tres palmadas trepaba por la fachada de la casa y saltaba de árbol en árbol como si fuese una ardilla doméstica, a veces sonaba el teléfono en la cocina, interrumpiendo al perdedor su labor circense, y alguien le comunicaba que se le había roto una cañería o que salían serpientes de un grifo o que de la ducha colgaban lianas peludas con perezosos columpiándose, y el perdedor cargaba con sus herramientas y a la media hora estaba peleándose con las pelusas y condones y tornillos y juntas y gomitas podridas en casa de orondas y cachondas señoras que pretendían pagarle con un revolcón en sus blancas carnes agujereadas por la celulitis, en esa hora que tardaba el perde