: D. H. Lawrence
: El Amante de Lady Chatterley
: e-artnow
: 9788026803201
: 1
: CHF 1,80
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: Hauptwerk vor 1945
: Spanish
: 317
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Este ebook presenta 'El Amante de Lady Chatterley', con un índice dinámico y detallado. Es la obra maestra del erotismo de la Edad Moderna, que fue publicada en 1928; después conocería varias censuras de una sociedad que no entendía que la sensualidad era una alternativa para vencer la soledad humana. Constance Chatterley se había casado con el adinerado sir Clifford en 1917. Pero su marido fue herido fatalmente en la Primera Guerra Mundial y se vio confinado en una silla de ruedas para el resto de sus días, paralítico e imposibilitado para satisfacer a su mujer. Retirados en su mansión campestre, Constance ve cómo su vida y su juventud se escapan. Ama a su marido, pero tiene que responder a la pulsión de la naturaleza. Y allí, cerca del bosque, sus sentidos le exigen una reparación: Oliver Mellors, el callado guardabosques de las tierras de los Chatterley, un hombre fuerte, desinhibido, salvaje y apasionado, se encargará de proporcionar a Constance lo que su marido ya no puede darle. D. H. Lawrence (1885 - 1930), uno de los escritores más controvertidos de la literatura británica, es autor de varias novelas de gran éxito en las que habla de las relaciones amorosas y la sexualidad como fuente de conocimiento íntimo y personal.

CAPITULO 2


Connie y Clifford se instalaron en Wragby en el otoño de 1920. La señorita Chatterley, disgustada aún por la deserción_ de su hermano, se había ido y vivía en un pequeño piso en Londres.
Wragby era una antigua construcción alargada de piedra parda, comenzada hacia mediados del siglo XVIII y con añadidos posteriores, hasta haber llegado a convertirse en una especie de conejera sin mucha distinción. Estaba situada sobre una elevación en un apreciable parque de viejos robles; pero, ¡ay!, no lejos de allí podía verse la chimenea del pozo de Tevershall, con sus nubes de humo y vapor, y, sobre la húmeda y neblinosa distancia de la colina, el burdo amasijo del pueblo de Tevershall, un pueblo que comenzaba casi a las puertas del parque y se arrastraba en una fealdad sin remedio a lo largo de una extensa y horrorosa milla: casas, filas de casas de ladrillo, miserables, pequeñas, tristes, con techos de pizarra negra como tapadera, ángulos agudos y una deliberada y vacía falta de solaz.
Connie estaba acostumbrada a Kesington, o a las colinas de Escocia, o a las vegas de Sussex: aquella era su Inglaterra. Con el estoicismo de la juventud, comprendió de una mirada la desalmada frialdad de los Midlands con su minería del hierro y del carbón, y le aplicó su justo valor: algo increíble en lo que no había que pensar. Desde las deprimentes habitaciones de Wragby oía el ronroneo de las cribas de la mina, el chirrido de la cabria, el clac-clac de las vías de maniobra y el ronco y apagada silbido de las locomotoras mineras. La escombrera de Teverhall estaba ardiendo, había estado ardiendo durante años y costaría millones apagarla. Así que tenía que seguir ardiendo. Y cuando el viento soplaba de allí, cosa frecuente, la casa se llenaba de la peste de aquella combustión sulfurosa del excremento de la tierra. Pero incluso en los días sin viento el aire olía siempre a algo subterráneo: sulfuro, hierro, carbón o ácido. E incluso sobre las rosas de navidad las motas se asentaban de forma persistente, increíble, como un maná negro de los cielos de la fatalidad.
Bueno, allí estaba: ¡inevitable como el resto de las cosas! Era un tanto horrible, pero ¿por qué romperse la cabeza? No podía borrarse de un plumazo. Todo seguía allí. ¡La vida, como lo demás! Por la noche, sobre el bajo techo oscuro de nubes, los manchones rojos ardían temblorosos, jaspeantes, alargándose y contrayéndose como quemaduras dolorosas. Eran los hornos. Al principio fascinaban a Connie con una especie de horror; se sentía vivir bajo la tierra. Luego se acostumbró a ellos. Y por la mañana llovía.
Clifford decía que Wragby le gustaba más que Londres. Aquella comarca tenía una personalidad propia y salvaje y la gente tenía huevos. Connie se preguntaba qué otra cosa tendrían: desde luego ni ojos ni cerebros. Eran tan silvestres, informes e incoloros como el paisaje, e igual de huraños. Sólo que había algo en su confuso chapurreo de