: Carlos Bassas
: Mal trago
: Editorial Alrevés
: 9788416328772
: 1
: CHF 5.30
:
: Krimis, Thriller, Spionage
: Spanish
: 256
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Ofidia se prepara para la llegada de la primavera. Algunas tormentas descargan tranquilas sobre las calles, los tejados y sus habitantes. Hasta que el derribo de la finca de los Díaz de Ubago, una familia de postín venida a menos, saca a la luz el cadáver de un niño. A partir de ese momento, al inspector Herodoto Corominas no le quedará más remedio que aguantar como pueda el chaparrón dividiéndose entre la investigación del caso, la del cierre del bar de su viejo compañero Vázquez y sus problemas familiares. Poco a poco, Corominas aprenderá que, tal como sentenció la desdichada Medea hace varios siglos, 'no hay de los humanos nadie que feliz sea; uno puede tener más suerte que los otros si le afluyen los éxitos, pero eso no es la dicha'. Porque la vida no es más que eso, un maldito mal trago.

Carlos Bassas del Rey (Barcelona, 1974) es doctor en Periodismo, profesión de la que escapó a tiempo. En la actualidad sobrevive como juntaletras de fortuna, labor que equilibra con la docencia y la dirección de Pamplona Negra. Ha escrito cortos, documentales, largometrajes, videoclips, spots y ha impartido numerosos cursos relacionados con el mundo audiovisual. En 2007 fue galardonado con el Premio Plácido al Mejor Guión de Largometraje de Género Negro en el IX Festival Internacional de Cine Negro de Manresa, y en 2009 fue coordinador editorial del libro 'Tasio 25'. En 2012 publicó su primera novela, 'Aki y el misterio de los cerezos' (Toro Mítico) y ganó el Premio Internacional de Novela Negra Ciudad de Carmona con 'El honor es una mortaja' (Tapa Negra). En 2015 llegó 'Siempre pagan los mismos' (Alrevés), segundo caso del inspector Corominas, y una nueva entrega de su saga japonesa titulada 'Aki Monogatari'. 'El misterio de la Gruta Amarilla' (Quaterni). A lo largo de 2016 ha publicado el libro de poemas 'Mujy?kan' (Quaterni), una novela corta titulada 'La puerta Sakurada' dentro del volumen 'El hombre sin nombre' (Ronin Literario) y un relato breve para el recopilatorio '24. Relatos navarro's (Pamiela).

2


Sustine et abstine


EPÍCETO


 

 

I


De Alberto Iragui solo quedaba un seso narcotizado atrapado en un cuerpo inútil, los brazos caídos, las piernas fofas, la mirada extraviada.

Daba pena verlo.

El médico les había dicho que en lo tocante a órganos, huesos, músculos y demás, el hombre estaba bien, pero que aunque no se apreciara en ningún análisis, tenía el corazón reventado. Los veía y los oía; que fuera capaz de escucharlos y responder a sus preguntas era otro asunto.

Corominas se había enfrentado a otras víctimas rotas, pero aquel hombre era un guiñapo.

Pensó en dejar pasar un día, pero veinticuatro horas eran un lujo que no podían permitirse, de modo que una vez más le tocaba ser el madero cabrón que roe hasta el hueso sin importarle el precio a pagar, ajeno y personal. Nadie es consciente de que el dolor extraño deja cicatrices en el policía que ninguna sutura es capaz de restañar; en algunos casos, hasta la amputación traumática de un pedazo de alma.

Lo primero que constató fue que el tal Iragui estaba solo. Ni mujer, ni hermanos, ni familia que velaran su desconsuelo al pie de la cama del hospital.

Tratar de apaciguarlo hubiera sido inútil.

—Soy el inspector Corominas. ¿Se acuerda usted de mí?

El hombre seguía con la mirada perdida.

No es que no la tuviera fija en un punto, sino que la tenía vuelta hacia dentro, buscando un porqué entre sus recovecos más íntimos, los más oscuros.

—Necesito hacerle unas preguntas.

El hombre inclinó la cabeza y sus párpados se vencieron como los de una muñeca.

—Según su declaración —Corominas se refería a las pocas palabras que había pronunciado antes de que la vida se le hubiera ido a hacer puñetas—, su hijo desapareció el viernes por la tarde. ¿Es así?

Iragui alzó el mentón. Le temblaba.

—No desapareció…

—Pero usted ha dicho…

—Se lo llevaron —matizó como si todo fuera en ello.

Corominas, fiel defensor del léxico preciso, asintió.

—¿Y a qué hora se lo llevaron?

Iragui pareció hundirse de nuevo en su letargo ansiolítico. Su refugio, en el que el dolor era tan solo una reverberación lejana.

—¿Señor Iragui?

—Llamaron a las seis.

—¿Cuándo sale su hijo del colegio?

—A las cinco.

Agüero anotaba los datos que el hombre soltaba a cuentagotas.

—¿Y cómo vuelve a casa?

Iragui dejó caer la cabeza de nuevo, hasta que la barbilla se le acunó en el pecho, y susurró, avergonzado:

—Andando.

Corominas no hizo ni un gesto —no quiso hacerlo—, pero el padre creyó verle el reproche en la imperceptible arruga que se le formó alrededor de los ojos.

A Iragui le asomó entonces una lágrima. Trató de retenerla, incluso contrajo los músculos para evitar que rebosara, pero tras desenredarse de su pestaña se precipitó sobre su pómulo y viajó mejilla abajo.

—¿Qué le dijeron?

—No soy capaz ni de que mi hijo pueda volver a casa en autobús —boqueó e