2
Sustine et abstine
EPÍCETO
I
De Alberto Iragui solo quedaba un seso narcotizado atrapado en un cuerpo inútil, los brazos caídos, las piernas fofas, la mirada extraviada.
Daba pena verlo.
El médico les había dicho que en lo tocante a órganos, huesos, músculos y demás, el hombre estaba bien, pero que aunque no se apreciara en ningún análisis, tenía el corazón reventado. Los veía y los oía; que fuera capaz de escucharlos y responder a sus preguntas era otro asunto.
Corominas se había enfrentado a otras víctimas rotas, pero aquel hombre era un guiñapo.
Pensó en dejar pasar un día, pero veinticuatro horas eran un lujo que no podían permitirse, de modo que una vez más le tocaba ser el madero cabrón que roe hasta el hueso sin importarle el precio a pagar, ajeno y personal. Nadie es consciente de que el dolor extraño deja cicatrices en el policía que ninguna sutura es capaz de restañar; en algunos casos, hasta la amputación traumática de un pedazo de alma.
Lo primero que constató fue que el tal Iragui estaba solo. Ni mujer, ni hermanos, ni familia que velaran su desconsuelo al pie de la cama del hospital.
Tratar de apaciguarlo hubiera sido inútil.
—Soy el inspector Corominas. ¿Se acuerda usted de mí?
El hombre seguía con la mirada perdida.
No es que no la tuviera fija en un punto, sino que la tenía vuelta hacia dentro, buscando un porqué entre sus recovecos más íntimos, los más oscuros.
—Necesito hacerle unas preguntas.
El hombre inclinó la cabeza y sus párpados se vencieron como los de una muñeca.
—Según su declaración —Corominas se refería a las pocas palabras que había pronunciado antes de que la vida se le hubiera ido a hacer puñetas—, su hijo desapareció el viernes por la tarde. ¿Es así?
Iragui alzó el mentón. Le temblaba.
—No desapareció…
—Pero usted ha dicho…
—Se lo llevaron —matizó como si todo fuera en ello.
Corominas, fiel defensor del léxico preciso, asintió.
—¿Y a qué hora se lo llevaron?
Iragui pareció hundirse de nuevo en su letargo ansiolítico. Su refugio, en el que el dolor era tan solo una reverberación lejana.
—¿Señor Iragui?
—Llamaron a las seis.
—¿Cuándo sale su hijo del colegio?
—A las cinco.
Agüero anotaba los datos que el hombre soltaba a cuentagotas.
—¿Y cómo vuelve a casa?
Iragui dejó caer la cabeza de nuevo, hasta que la barbilla se le acunó en el pecho, y susurró, avergonzado:
—Andando.
Corominas no hizo ni un gesto —no quiso hacerlo—, pero el padre creyó verle el reproche en la imperceptible arruga que se le formó alrededor de los ojos.
A Iragui le asomó entonces una lágrima. Trató de retenerla, incluso contrajo los músculos para evitar que rebosara, pero tras desenredarse de su pestaña se precipitó sobre su pómulo y viajó mejilla abajo.
—¿Qué le dijeron?
—No soy capaz ni de que mi hijo pueda volver a casa en autobús —boqueó e