Viernes 6 de agosto
Después de pasar el día recluido en la habitación enviando mensajes de móvil a su hija, todos ellos sin respuesta, Coque había calculado que Oliver estaría a punto de levantarse. Si algo no le apetecía en ese momento era toparse con él. Escogió una de las cinco americanas negras que reposaban en el armario, unos vaqueros y una camisa blanca. El mismo atavío que había decidido utilizar el resto de su vida. Al inicio de la enfermedad había diseñado una estrategia consistente en otorgarle a cada color un número. El blanco tenía el uno, el amarillo el dos y el beis el cinco. Ver el mundo como si de una fórmula matemática se tratara. Pura probabilidad cromática. Pero esa equiparación numérica requería del mismo brío que aprender un nuevo idioma. Abandonó con sigilo el piso que compartía con el forense y se dirigió a la consulta del oftalmólogo. El diagnóstico resultó inalterable. Sin tratamiento. Lesión en la corteza cerebral. Abandonó la consulta abatido y pensó con tristeza que los zumos de tomate seguirían teniendo el color del alquitrán.
Llegó a la Jefatura de Policía a las seis de la tarde, ojeroso y con la certeza de no tener un lugar donde refugiarse en toda la ciudad. El grupo de Desaparecidos tenía los días contados. A finales del 2005 los Mossos d’Esquadra tomarían el relevo en Barcelona y muchos de los despachos que integraban el viejo edificio desaparecerían. Quedaban quince meses para que ello sucediera. Prisa era la palabra que reinaba en Jefatura. Prisa por cerrar investigaciones, por dejar las calles en manos de una policía ansiosa, por saber qué significaría tener una placa y una pistola en esa ciudad a partir de entonces. Coque llevaba veinticinco años buscando a quien no quería que se le encontrara, a quien sí quería pero alguien se lo impedía, y a quienes les importaba un pimiento lo primero y lo segundo, como si no existieran para nadie. Veinticinco años de reencuentros y tormentos, y de vez en cuando el mayor de los fracasos para quien busca a personas desaparecidas: el hallazgo de un cadáver.
Su oficina era una ratonera de doce metros cuadrados sin ventanas. El mobiliario lo integraban dos mesas cedidas por una entidad bancaria —cuyo director de Seguridad, antaño comisario de Policía, no quería desvincularse de la que fue su empresa por motivos que sustentaban su nuevo contrato laboral—, dos ordenadores incompatibles con el resto de ordenadores del edificio y cuatro sillas de escay que albergaban una colección de tufos ancestrales. De una pared colgaba, sujetado por una chincheta oxidada, el calendario de un detective privado al que nadie conocía. De otra pared, el esqueleto de una estantería metálica repleta de legajos. Una suerte de compilación de los casos en los que había dejado gran parte de su vida. Estar cerca de aquellas cajas de cartón revestidas de polvo y de olvido le hacía sentirse cómodo. «Legajos del color de la mierda», los llamaba. De entre todos ellos solo un expediente le obsesionaba más que cualquier otro.
Desde hacía seis meses un acontecimiento había sacudido la vida de Coque. El oficial del grupo de Desaparecidos, Ramiro Palma —conocido comoel Palmica en Jefatura y en toda la ciudad—, había desaparecido de manera inexplicable durante el transcurso de una investigación. Ante el fracaso de su hallazgo y la rumorología sobre la caótica vida del oficial, a Coque se le prohibió seguir investigando. Le gustara o no, para eso había otro grupo. El propio Coque tenía varias máximas en su vida profesional. Una que no solía fallarle era la de «desaparecido cuyas cuentas corrientes y tarjetas no se mueven en una semana, que se ocupe el gilipollas de Valcárcel», haciendo alusión al prepotente jefe del grupo de Homicidios. Pero a Coque se le hacía insoportable creer en lo que ya todos daban por hecho.
A esas horas de la tarde el policía David Hurtado finalizaba su turno. La relación entre Coque y el único subordinado que le quedaba en el grupo se limitaba a las notas que ambos se dejaban pegadas en un extremo del monitor. Coque franqueó la puerta de la Jefatura, contestó con un gruñido al «a sus órdenes» que un policía imberbe y desgarrado pronunció al verlo entrar, y se dirigió al ascensor. Pulsó el botón de llamada con insistencia, pero en aquel edificio ya nada se sometía a sus deseos. Al llegar el ascensor a su planta las puertas descubrieron la redonda figura de un retaco peinado al estilo José Luis Rodríguezel Puma, ataviado con un traje y corbata adquiridos en las últimas liquidaciones del Carrefour.
—Hombre, ¿a quién tenemos aquí? Pero si es el señorito de Jefatura —exclamó el comisario Paco Palomares, luciendo un reloj de