: Pere Cervantes
: Tres minutos de color
: Editorial Alrevés
: 9788416328918
: 1
: CHF 5.30
:
: Krimis, Thriller, Spionage
: Spanish
: 352
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
'Tres minutos de color' la estéril lucha contra el tiempo y la muerte cobra un significado muy distinto. Coque Brox, el protagonista de la historia, es un inspector de policía de mediana edad, separado, parco en palabras, amante de todo aquello que conserve su esencia y acromatópsico, o lo que es lo mismo, percibe la vida en blanco y negro. Herido de por vida tras sufrir una pérdida irreparable, solo le alienta la lucha por recuperar el cariño de su hija adolescente. En una Barcelona en caída libre, cuyos locales de diseño no logran acallar la apremiante nostalgia de sus habitantes, investigará la violenta desaparición de Palma, amigo y compañero de profesión. Durante el tiempo que duren las pesquisas se las verá y deseará para mantener engañado a un suspicaz comisario que no lo quiere en la investigación, sufrirá los persistentes intentos de suicidio de su exmujer, y conocerá muy de cerca qué es una ECM (experiencia cercana a la muerte). Lejos de las clásicas novelas de procedimiento policial, el inspector Coque Brox se verá obligado a visitar un terreno verdaderamente desconocido para él y para el resto de los mortales. Lo que un descreído como él nunca imaginaría es que hay lugares sobrenaturales que albergan la verdad, aunque el camino que conduce a ellos todavía siga siendo un misterio. Y como dijo Jorge Luís Borges: 'Lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador'. Tres minutos de color explora una cuestión para todos inevitable: ¿qué hay después de la muerte? No es una novela escrita solo para que te guste, sí lo es para que te estremezca, te haga dudar y reflexiones. La densidad psicológica de los distintos personajes que la integran servirán de contrapunto a una trama policial hasta la fecha inédita.

Pere Cervantes nació en Barcelona y se crió a caballo del Poble-sec y el barrio marinero de la Barceloneta. Tras veinticinco años pateando las calles de este país con una placa en su bolsillo y un arma de fuego en su cintura (prefiere no imitar al inspector Méndez, de González Ledesma), afirma disponer de una mirada en modo grabación que le sirve de primera mano para crear sus novelas. En su paso por los Balcanes como miembro de las Naciones Unidas, aprendió que la hostilidad, al margen de etnias y religiones, suele atemperarse con la lectura. Esta es su tercera novela policíaca después de haber publicado las veneradas No nos dejan ser niños y La mirada de Chapman, ambas en Ediciones B. Desde el año 2016 es colaborador habitual en la Cadena SER (SER Cat), en '3-14-16: La nit que no s'acaba', y coguionista del largometraje La soledad de las ballenas, del director de cine Rodolfo Carnevale, en la actualidad en fase de preproducción en Argentina.

Capítulo 2


Viernes 6 de agosto

Después de pasar el día recluido en la habitación enviando mensajes de móvil a su hija, todos ellos sin respuesta, Coque había calculado que Oliver estaría a punto de levantarse. Si algo no le apetecía en ese momento era toparse con él. Escogió una de las cinco americanas negras que reposaban en el armario, unos vaqueros y una camisa blanca. El mismo atavío que había decidido utilizar el resto de su vida. Al inicio de la enfermedad había diseñado una estrategia consistente en otorgarle a cada color un número. El blanco tenía el uno, el amarillo el dos y el beis el cinco. Ver el mundo como si de una fórmula matemática se tratara. Pura probabilidad cromática. Pero esa equiparación numérica requería del mismo brío que aprender un nuevo idioma. Abandonó con sigilo el piso que compartía con el forense y se dirigió a la consulta del oftalmólogo. El diagnóstico resultó inalterable. Sin tratamiento. Lesión en la corteza cerebral. Abandonó la consulta abatido y pensó con tristeza que los zumos de tomate seguirían teniendo el color del alquitrán.

Llegó a la Jefatura de Policía a las seis de la tarde, ojeroso y con la certeza de no tener un lugar donde refugiarse en toda la ciudad. El grupo de Desaparecidos tenía los días contados. A finales del 2005 los Mossos d’Esquadra tomarían el relevo en Barcelona y muchos de los despachos que integraban el viejo edificio desaparecerían. Quedaban quince meses para que ello sucediera. Prisa era la palabra que reinaba en Jefatura. Prisa por cerrar investigaciones, por dejar las calles en manos de una policía ansiosa, por saber qué significaría tener una placa y una pistola en esa ciudad a partir de entonces. Coque llevaba veinticinco años buscando a quien no quería que se le encontrara, a quien sí quería pero alguien se lo impedía, y a quienes les importaba un pimiento lo primero y lo segundo, como si no existieran para nadie. Veinticinco años de reencuentros y tormentos, y de vez en cuando el mayor de los fracasos para quien busca a personas desaparecidas: el hallazgo de un cadáver.

Su oficina era una ratonera de doce metros cuadrados sin ventanas. El mobiliario lo integraban dos mesas cedidas por una entidad bancaria —cuyo director de Seguridad, antaño comisario de Policía, no quería desvincularse de la que fue su empresa por motivos que sustentaban su nuevo contrato laboral—, dos ordenadores incompatibles con el resto de ordenadores del edificio y cuatro sillas de escay que albergaban una colección de tufos ancestrales. De una pared colgaba, sujetado por una chincheta oxidada, el calendario de un detective privado al que nadie conocía. De otra pared, el esqueleto de una estantería metálica repleta de legajos. Una suerte de compilación de los casos en los que había dejado gran parte de su vida. Estar cerca de aquellas cajas de cartón revestidas de polvo y de olvido le hacía sentirse cómodo. «Legajos del color de la mierda», los llamaba. De entre todos ellos solo un expediente le obsesionaba más que cualquier otro.

Desde hacía seis meses un acontecimiento había sacudido la vida de Coque. El oficial del grupo de Desaparecidos, Ramiro Palma —conocido comoel Palmica en Jefatura y en toda la ciudad—, había desaparecido de manera inexplicable durante el transcurso de una investigación. Ante el fracaso de su hallazgo y la rumorología sobre la caótica vida del oficial, a Coque se le prohibió seguir investigando. Le gustara o no, para eso había otro grupo. El propio Coque tenía varias máximas en su vida profesional. Una que no solía fallarle era la de «desaparecido cuyas cuentas corrientes y tarjetas no se mueven en una semana, que se ocupe el gilipollas de Valcárcel», haciendo alusión al prepotente jefe del grupo de Homicidios. Pero a Coque se le hacía insoportable creer en lo que ya todos daban por hecho.

A esas horas de la tarde el policía David Hurtado finalizaba su turno. La relación entre Coque y el único subordinado que le quedaba en el grupo se limitaba a las notas que ambos se dejaban pegadas en un extremo del monitor. Coque franqueó la puerta de la Jefatura, contestó con un gruñido al «a sus órdenes» que un policía imberbe y desgarrado pronunció al verlo entrar, y se dirigió al ascensor. Pulsó el botón de llamada con insistencia, pero en aquel edificio ya nada se sometía a sus deseos. Al llegar el ascensor a su planta las puertas descubrieron la redonda figura de un retaco peinado al estilo José Luis Rodríguezel Puma, ataviado con un traje y corbata adquiridos en las últimas liquidaciones del Carrefour.

—Hombre, ¿a quién tenemos aquí? Pero si es el señorito de Jefatura —exclamó el comisario Paco Palomares, luciendo un reloj de