I. El festín
Sucedía en Megara, arrabal de Cartago, en los jardines de Amílcar.
Los soldados que éste había capitaneado en Sicilia celebraban con un gran festín el aniversario de la batalla de Eryx, y como el jefe se hallaba ausente y los soldados eran numerosos, comían y bebían a sus anchas.
Los capitanes, calzados con coturnos de bronce, se habían colocado en el sendero central, bajo un velo de púrpura con franjas doradas que se extendían desde la pared de las cuadras hasta la primera azotea del palacio. La soldadesca se hallaba esparcida a la sombra de los árboles, desde donde se veía una serie de edificios de techumbre plana, lagares, bodegas, almacenes, tahonas y arsenales, con un patio para los elefantes, fosos para las fieras y una cárcel para los esclavos.
En torno a las cocinas se alzaban unas higueras, y un bosquecillo de sicómoros llegaba hasta una verde espesura, donde las granadas resplandecían entre los copos blancos de los algodoneros. Parras cargadas de racimos trepaban por entre el ramaje de los pinos; un vergel de rosas florecía bajo los plátanos; de trecho en trecho, sobre el césped, se balanceaban las azucenas; cubría los senderos una arena negra, mezclada con polvo de coral, y de un extremo a otro, en medio del jardín, la avenida de los cipreses formaba como una doble columnata de obeliscos verdes.
El palacio, construido con mármol númida de vetas amarillas, elevaba en el fondo, sobre amplios basamentos, sus cuatro pisos y sus azoteas. Con su gran escalinata recta, de madera de ébano, que ostentaba en los ángulos de cada peldaño la proa de una galera enemiga; con sus puertas rojas cuarteladas por una gran cruz negra; sus verjas de bronce que lo protegían a ras de tierra de los escorpiones, y su enrejado de varillas doradas que cerraban las aberturas superiores, parecía a los soldados, en su severa opulencia, tan impenetrable y solemne como el rostro de Amílcar.
El consejo había elegido la casa de Amílcar para celebrar este festín. Los convalecientes que dormían en el templo de Eschmún se habían puesto en marcha al despuntar la aurora y, ayudándose de sus muletas, se arrastraban hasta el palacio. Afluían sin cesar por todos los senderos, como torrentes que se precipitaban en un lago. Se veían correr entre los árboles a los esclavos de las cocinas, despavoridos y medio desnudos; las gacelas huían gamitando por el césped; el sol declinaba, y el aroma de los limoneros hacía más penetrante aún las emanaciones de aquella multitud sudorosa.
Había allí hombres de todas las naciones: ligures, lusitanos, baleares, negros y fugitivos de Roma. Se oían, junto al pesado dialecto dórico, las sílabas célticas que restallaban como los látigos de los carros de guerra, y las terminaciones jónicas chocaban con las consonantes del desierto, ásperas como gritos de chacal. Se reconocía a los griegos por su talle esbelto, al egipcio por sus hombros altos y al cántabro por sus gruesas pantorrillas. Los soldados caños balanceaban orgullosamente las plumas de su casco; unos arqueros de Capadocia se habían pintado con zumo de hierbas grandes flores en sus cuerpos, y algunos lidios, vestidos de mujer y con zarcillos en las orejas, comían en zapatillas. Otros, que pa