Mantón negro
I
Espera aquí —le dijo Bandi a D’Andrea—. Voy a prevenirla. Si todavía se obstina, entrarás a la fuerza.
Miopes los dos, hablaban muy cerca, de pie, uno frente al otro. Parecían hermanos, de la misma edad, de la misma complexión: altos, delgados, rígidos, de aquella rigidez angustiosa propia de quien hace todo con escrúpulo excesivo, con meticulosidad. Y era muy raro que, hablando así entre ellos, uno no subiera con el dedo el arco de las gafas sobre la nariz del otro, o le arreglara el nudo de la corbata bajo la barbilla, o bien, no encontrando nada que arreglar, no le tocara los botones de la chaqueta. Por otra parte, hablaban muy poco. Y su tristeza taciturna se manifestaba claramente en la escualidez de sus rostros.
Habían crecido juntos y habían estudiado ayudándose mutuamente hasta la universidad, donde uno se había graduado en Derecho y el otro en Medicina. Separados ahora, durante el día, por las diferentes profesiones, al atardecer todavía daban un paseo, cotidianamente, por la senda a la salida del pueblo.
Se conocían tan profundamente que bastaba una leve señal, una mirada, una palabra, para que uno comprendiera de inmediato el pensamiento del otro. De manera que aquel paseo suyo empezaba siempre con un breve intercambio de frases y proseguía en silencio, como si uno le hubiera dado al otro temas para rumiar un buen rato. Y andaban cabizbajos, como dos caballos cansados; ambos con las manos anudadas tras la espalda. Ninguno de los dos tenía la tentación de ladear ligeramente la cabeza hacia la barandilla de la avenida para disfrutar la vista del vasto campo, situado debajo, con su variedad de cerros, valles y llanos, con el mar al fondo, que se encendía con los últimos fuegos de la puesta del sol: una vista de tal belleza que parecía increíble que aquellos dos pudieran pasar por delante sin ni siquiera volverse a mirar.
Unos días antes Bandi le había dicho a D’Andrea:
—Eleonora no está bien.
D’Andrea había mirado a su amigo a los ojos y había entendido que la enfermedad de la hermana de él tenía que ser leve:
—¿Quieres que vaya a visitarla?
—Dice que no.
Y ambos, paseando, se habían puesto a pensar, con el ceño fruncido, casi con rencor, en aquella mujer que había sido como su madre y a quien le debían todo.
D’Andrea había perdido a sus padres de joven y había sido acogido en casa de un tío, incapaz de ofrecerle un porvenir sereno. Eleonora Bandi, huérfana también desde los dieciocho y con un hermano menor a su cargo, arreglándoselas al principio con minuciosa y sabia economía con lo poco que sus padres le habían dejado, y luego trabajando, impartiendo clases de piano y de canto, había podido pagar los estudios del hermano y también los de su inseparable amigo.
Pero como recompensa, solía decirles riendo, me he quedado con toda la carne que os falta a vosotros dos.
Era en verdad una mujerona que nunca terminaba; pero tenía unas facciones muy dulces y el aire sereno de aquellos grandes ángeles de mármol que se ven en las iglesias, con las túnicas como movidas por el viento. Y la mirada de los hermosos ojos negros, que las largas pestañas casi aterciopelaban, y el sonido armonioso de su voz parecían querer atenuar, con un esfuerzo penoso, la impresión de altivez que aquel cuerpo suyo tan grande podía despertar a primera vista, y por ello Eleonora sonreía tristemente.
Tocaba el piano y cantaba, quizás no del todo