Beethoven es un artista completo y, en el sentido preciso del término, uno de los artistas más completos que ha existido jamás. Me propongo usar el término para desentenderme de los pedantes escrúpulos relacionados con los detalles técnicos. Y, aun admitiendo que «el estilo es el hombre», me niego a involucrar al lector en los vulgares enredos entre el arte y la vida privada o pública del artista. Beethoven fue la persona que menos toleraba la creencia de que el temperamento del artista lo sitúa por encima de las normas que valen para el común de los mortales, o disculpa su incapacidad para atenerse a ellas. Cualesquiera que fuesen sus pecados (y en este asunto las pruebas no son concluyentes), Beethoven era decididamente una persona que se hacía responsable. En una ocasión, Joachim observó, refiriéndose a un inteligente crítico musical francés: «Este parisino no parece tener ni idea del gran penitente que era Beethoven». Beethoven estaba demasiado ocupado para atormentarse, pero Joachim tenía mucha razón respecto a su penitencia. Es una cualidad que en tiempos de Beethoven estaba, si cabe, menos de moda que hoy en día, pero que será siempre inseparable de la responsabilidad, al menos mientras los seres humanos sigan teniendo ideales y no consigan alcanzarlos. No sé si un moderno profesor de autosugestión habría logrado reducir los sufrimientos de John Bunyan y llevarlo antes a su tierra de Beulah, pero estoy convencido de que ningún psicólogo moderno podría sacar nada más de Beethoven que de Browning, o de cualquier otra persona que haya decidido asumir sus responsabilidades.
Estudiar la vida de los grandes artistas supone a menudo un obstáculo para la comprensión de sus obras, ya que por regla general implica analizar lo que no hacían bien y, por lo tanto, menoscaba su autoridad en aquello que sí hacían bien. Menoscabar esa autoridad supone un perjuicio mucho más grave que cualquier tecnicismo meramente profesional. Incluso si las obras de arte presentan características que guardan un gran parecido con los defectos del autor, jamás debemos olvidar que el cometido de una obra de arte es ser lo que es, mientras que ni la ciencia de la ética ni la estructura de la sociedad pueden progresar mucho tiempo si niegan que el deber de un hombre es mejorar. Imponer el sentido del deber a la obra de arte es hipocresía artística. Todo lo que concierne a la obra de arte debe ser intrínseco a la misma. Es absurdo imputar como defecto del sistema estético de Wagner que sus dramas musicales tiendan a glorificar la irresponsabilidad o que elimine cualquier cosa que obstaculice los deseos de sus héroes y heroínas, incluso por medios tan burdos como las pociones mágicas. Hemos dejado atrás la falacia crítica que abusa de la definición de Matthew Arnold de la poesía como una «interpretación de la vida». El propio Arnold era más cuidadoso en el uso que hacía de la misma que algunos escritores posteriores que han utilizado sus palabras como una prueba en su contra. Pero nos está costando más superar la burda reacción que exige que la obra de arte, antes que instruir, debe conmocionar. Hoy en día ya hemos comprendido que la veneración por los dramas musicales de Wagner no es incompatible con una escasa simpatía por las peculiaridades sajonas (no diré anglosajonas) en virtud de las cuales el hombre Richard Wagner, como los patriotas enThe Critic, era propenso a rezar a sus dioses para que favorecieran la consecución de sus fines y a santificar los medios que empleaba para alcanzarlos. Sin embargo, hemos tardado más en comprender, si es que lo hemos comprendido, que el hecho de que el sentido de la responsabilidad de Beethoven constituya una parte esencial de su estilo musical no lo convierte en un predicador antiartístico. Dicho en términos pasados de moda, la música de Beethoven es edificante, pero no hay nada antiartístico en ello. La reacción antirromántica contra Beethoven en el primer cuarto del presente siglo fue lo bastante estúpida y grosera como para tener importancia, y los puñetazos estaban en desventaja frente al jiu-jitsu. El sentido del deber de Beethoven era predicar; y, digan lo que digan los comentarios acerca de Beethoven, en sus propias obras hay menos doctrina revolucionaria que la que es posible hallar en Shakespeare. Rebelémonos, por supuesto, contra la «bardolatría», pero evitemos también los errores del predicador poco imaginativo que nada tiene que aportar al poeta, incluso si el predicador se llama Platón o Bernard Shaw, y el poeta Homero o Shakespeare.
Lo que dice el poeta no es una prueba en un tribunal de justicia. En el célebre caso «Bardell contra Pickwick» que Dickens narra enLos papeles póstumos del Club Pickwick, el juez Stareleigh prohíbe al testigo Sam Weller citar lo que dijo un soldado cuando lo condenaron a recibir trescientos cincuenta latigazos. Pero, aunque lo dicho por el soldado no constituya una prueba, ilustra bien lo que Weller piensa de la vida. Lo que confío en mostrar a lo largo de este libro es que la psicología de Beethoven, por usar la jerga popular de hoy en día, siempr