: Clémentine Deliss
: El Museo Metabolico
: Hatje Cantz Verlag
: 9783775755726
: 1
: CHF 16.20
:
: Kunstgeschichte
: Spanish
: 128
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Los museos etnográficos europeos llevan tiempo sufriendo presiones para legitimarse. El discurso fundamental de sus exposiciones está tan en juego como la historia de sus colecciones, que con demasiada frecuencia deben mucho a la autolegitimación colonial. Está claro que las cosas no pueden seguir así. Clémentine Deliss muestra en su actual publicación que también puede ser muy diferente. Ofrece una apasionante mezcla de novela autobiográficamente informada y tesis científicamente argumentada sobre arte contemporáneo y etnología. Las reflexiones sobre su propio trabajo como directora del Museo Weltkulturen de Fráncfort se cruzan con encuentros formativos con influyentes cineastas, artistas y escritores. Las descripciones de las condiciones se encuentran con el Museo Metabólico, que como laboratorio intervencionista abre posibles colecciones para el futuro.

RECORRIDOS


En el periodo anterior a mi mudanza a Fráncfort, me recorrí todos los museos etnográficos europeos que pude. Quería ser testigo de su papel en la sociedad civil contemporánea, comprender las contradicciones que sus obsoletas formas de exposición evocaban y conocer mejor las estructuras de poder que hay tras la acumulación de artefactos guardados bajo llave. Comencé centrándome en los fundamentos inmediatos de la experiencia museística. Quise emparejar el cuerpo del visitante con el corpus de la colección y el metabolismo más amplio del museo; me preguntaba de qué maneras se mueve el público por una exposición. ¿Durante cuánto tiempo interactúan los visitantes con los objetos expuestos? ¿Cuál es la relación entre ver, sentir y pensar? ¿Se les proporciona una silla, situada estratégicamente ante una vitrina concreta, para que la contemplación dure más tiempo? ¿O están frente al expositor como ante una pantalla, listos para pasar el dedo, aunque sean contadas las ocasiones en que se acercan o se agachan para mirar la parte inferior de una pieza? En el British Museum, un vigilante de sala me contó la cantidad de ataques de pánico y desmayos que había presenciado, los cuales, generalmente, le obligaban a renunciar a su propia silla. Esta era la principal queja del público: que en una sala de una exposición extensa solo hubiera un pequeño banco para sentarse.

El museo, como configuración espacial de significados habitados, únicamente se adapta al cambio de manera muy gradual. El sentido del tiempo es una unidad curatorial, pero el lugar está claramente delimitado, las obras de arte se cuelgan según normas, la iluminación y la humedad del aire se ajustan a los requisitos de conservación. Los visitantes aceptan sin reparos este entorno vigilado, que fija y regula su percepción. Si se proyecta un vídeo, entonces quizá tengan la ocasión de tumbarse en un suelo alfombrado, de desplomarse en un colchón o de encontrar un asiento. De esta manera pueden pasar horas, porque los nuevos medios se caracterizan por necesitar un periodo de ingestión más largo que la pintura, la fotografía, la escultura o un conjunto de piezas. Robert Harbison se dio cuenta en 1977 —en un momento en el que los trabajos de vídeo comenzaban a entrar en los museos— de que esa «inmersión en el objeto que detiene el tiempo se consigue al tratarlo más como una experiencia que hay que vivir que como algo ante lo que hay que detenerse o que hay que observar, y a partir de los movimientos de las personas prácticamente se podría decir si han entrado en una pintura o se están limitando a mirarla»2.

El prejuicio contra el cuerpo del espectador se retrotrae al Renacimiento europeo, cuando los arquitectos y diseñadores veían la galería como un «teatro para una contemplación fija», pensado para «regular de manera estricta el rango de movimientos del espectador y el objeto de atención»