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♫Black Flies,Ben Howard♫
La luz del autobús titilaba como si de un intermitente se tratara. La escasa iluminación del interior me permitía ver con total facilidad la decoración navideña. Era increíble cómo un pueblo podía cambiar por completo con tan solo adornarlo con unas cuantas guirnaldas, bolas y trineos.«Es la magia de la navidad», solía decir mi mejor amiga, Susana.
Yo, sin embargo, lo veía más como un disfraz que ocultaba la fealdad del pueblo. Al final de las fiestas, cuando lo quitaran todo, tendría la sensación de que estaba en un lugar completamente diferente y me sentiría estafada.
De repente mis ojos se enfocaron en el reflejo que me devolvía el cristal de la ventana del autobús, que era el de una chica de veintiocho años de ojos azules y pelo negro.
Al escuchar el nombre de la próxima parada, donde yo me bajaba, me levanté de mi asiento y me coloqué cerca de las puertas de cristal. Hacía tanto frío que, al suspirar, una columna de vaho se escapó de mis labios. Odiaba el frío con todas mis fuerzas. Aún más cuando llevaba capas y capas de ropa para que mis dedos de los pies entraran en calor.
Me sujeté a la barra que había a mi izquierda y enrosqué los dedos en ella.
Joder. Estaba tiritando, y no precisamente porque llevara poca ropa.
En cuanto las puertas de cristal se abrieron, la helada brisa nocturna me golpeó el rostro. Enmudecí y tardé un par de segundos en reaccionar a la persona que me empujaba por detrás para que saliera de una vez.
En cuanto bajé los tres escalones del autobús y me hice a un lado, vi que se trataba de un hombre mayor de unos setenta años. Me fulminó con la mirada antes de continuar con su camino. El autobús se marchó y dejó tras de sí una nube de humo que olía horriblemente.
Agité la mano para alejarlo de mi cara y comencé a andar hacia el restaurante donde había quedado con mis amigas.
Las farolas que se extendían más allá de mi vista estaban decoradas con luces de colores. Y, para qué mentir, para una persona tan huraña como yo, este año eran bastante bonitas. Se trataba de tres líneas de un tono turquesa verdoso con tres estrellas, cada una de un color diferente: amarillo, rojo y verde.
Alcé los hombros para que la bufanda me tapara la parte superior del cuello y la barbilla.
Había muchísimas personas en la calle. Se notaba que estábamos en diciembre y que la gente quería disfrutar de la hermosa decoración y del buen ambiente. No pude evitar recordar lo bien que me lo había pasado yo siendo una niña cada vez que bajaba las escaleras para ver mi árbol de navidad hasta arriba de regalos. Mis padres se lo habían currado muchísimo: ponían tres vasos de leche para los Reyes Magos, tres cuencos de agua para los camellos, un trozo de carbón para asustarme y