: Tim Ingold
: Correspondencias Cartas al paisaje, la naturaleza y la tierra
: Gedisa Editorial
: 9788418914829
: 1
: CHF 15.80
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: Natur: Allgemeines, Nachschlagewerke
: Spanish
: 256
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Vivimos en un mundo donde hay más seres que los humanos. Para que la vida pueda prosperar, debemos prestar atención a las señales que nos lanza este mundo, y responder con sensibilidad, juicio y esmero. Eso es lo que significa corresponder: unir nuestras vidas a las de los seres, materias y elementos con quienes, y con los cuales, vivimos sobre la faz de la Tierra. En su obra más personal, el antropólogo Tim Ingold escribe cartas a bosques, océanos, cielos, monumentos y obras de arte. En todas sus correspondencias hace un llamamiento a que se restituyan las palabras escritas a mano al mismo tiempo que elabora una reflexión profunda sobre la pérdida de la capacidad de escritura introducida por las nuevas tecnologías. Sus 27 misivas nos interpelan como las cartas de un viejo amigo que reflexiona sobre las diversas maneras de considerar el mundo que nos rodea, la relación entre el arte y la vida, o la actividad misma de la escritura. En esta época de crisis medioambiental, cuando parece que las palabras no bastan, Ingold nos enseña cómo la práctica de la correspondencia nos puede ayudar a recuperar nuestra afinidad con una Tierra afligida.

Tim Ingold (Reino Unido, 1948). Antropólogo británico, catedrático de Antropología Social en la Universidad de Aberdeen, miembro de la Academia Británica y la Royal Society of Edinburgh. Estudió Antropología en la Universidad de Cambridge donde obtuvo su licenciatura y su doctorado. Sus estudios se han basado siempre en las relaciones entre animales y humanos, el lenguaje, la tecnología y las teorías de evolución. Un ejemplo fueron sus primeros estudios centrados en la gente de los pueblos de alrededor del Polo Norte.

Invitación

Cartas desde el corazón

Las ideas vienen cuando menos te las esperas. Si estos pensamientos fueran invitados que anticipáramos y llegaran llamando a la puerta con cita previa, ¿acaso serían realmente ideas? Para que un pensamiento sea una idea, debe alborotar y trastornar, como una ráfaga de viento que escampa una hojarasca. Aunque quizás lo estuvieras esperando, te sacude cual jarro de agua fría. Sin embargo, alguien que desee ir del punto A al punto B lo más rápido posible no tiene interés alguno en esperar. Para esa persona, la idea es un visitante inoportuno cuya presencia amenaza con desviarla —incluso alejarla completamente— del camino. Pero si no fuera por las ideas, estaríamos atrapados. La vida mental no sería más que una baraja: no podría surgir nada realmente nuevo, sino únicamente combinaciones de un mazo ya existente. Hoy día conceptualizar la creatividad de esta forma ha pasado a ser algo habitual: presuponer que no hay ninguna idea nueva que no sea una permutación o redistribución novedosa de fragmentos de aquellas que las preceden. Como si la mente fuera un caleidoscopio, dotada de una estructura fija constituida por espejos y una serie de cuentas o cristales de distintas formas y colores. Los espejos son estructuras cognitivas permanentemente cableadas; los fragmentos translúcidos de su interior son su contenido mental. Cada sacudida produce un patrón singular, y si bien aplaudimos esa configuración novedosa, en realidad no presenta nada realmente nuevo. Cada configuración es un fin en sí mismo; no hay un principio. A no ser... a no ser que nos fijemos en lo que se suele ignorar: la sacudida. Este zarandeo altera, provoca una disgregación momentánea, una pérdida de control. ¿Y si la idea fuera en verdad la sacudida, en vez del patrón que surge de ella?

«Estoy conmocionado —cantaba Elvis Presley—; tengo las manos temblorosas y las rodillas débiles».2 Elvis se refería a la sensación suscitada por el enamoramiento, pero yo experimento esa misma agitación nerviosa cuando me asalta inesperadamente una idea. Es visceral a la vez que intelectual, si es que ambos pueden diferenciarse de algún modo. A veces el pensador puede parecer despegado, aislado en su burbuja, con las manos en la cabeza, pero la pose del enamorado es prácticamente la misma. Lo que el pensador y el enamorado tienen en común es que ambos se hallan en una situación de genuina vulnerabilidad. Se han rendido a la idea o al ser querido. Pero no es para nada una disposición pasiva, al contrario, es apasionada; una melindrería del alma que apela a la mente y el cuerpo, invitándolos a una contemplación de furiosa intensidad. Y esa furia del pensamiento, que comprende tanto éxtasis como ira, es precisamente lo que quiero elogiar en estas páginas. Según mi experiencia, es una furia que solo puede sobrellevarse mediante un relativo sosiego, cuando todo a su alrededor se halla en un estado de moderado equilibrio. En el mundo en que vivimos no es fácil dar con este tipo de equilibrio, y por esa misma razón es incluso más valioso. Uno de mis principales temores es que los desequilibrios que nos plagan (de riqueza, educación, clima...) hagan del pensamiento algo insostenible, y pongan en peligro la vida mental. En efecto, nos enfrentamos a una epidemia de irreflexión, cuyas causas raíces se hallan en la tendencia a vaciar el pensamiento de cualquier tipo de preocupación por sus consecuencias, como si pensar ya no tuviera nada que ver con cuidar, e incluso menos con amar.

La filósofa Hannah Arendt indicó que lo que nos queda por decidir es «si queremos al mundo lo suficiente como para asumir responsabilidad de él».3 Arendt escribió estas palabras tras la destrucción que supuso la Segunda Guerra Mundial, pero su observación sigue teniendo la misma fuerza hoy día, e