PRÓLOGO
El amanecer de ese día era jodidamente perfecto y no sentía nada.
Abrí la puerta corredera de la terraza y anduve hacia la barandilla, sorteando los obstáculos que me encontraba en el camino, fruto del desfase de la noche anterior. La mesa tirada porque una pareja se había caído encima al perder el equilibrio entre risas. El balancín abollado tras ceder por los sensuales bailes que tres desconocidas habían protagonizado sobre su superficie. Las botellas y los vasos en el suelo, pringándolo de ese líquido que hacía que las plantas de los pies se me quedasen pegadas a la tarima. Eljacuzzi repleto de biquinis que flotaban entre las burbujas con manchas de tinta negra, restos de lo que en algún momento fueron números de teléfono garabateados a mano en el tejido.
Era verano. La suave brisa de Malibú me acompañaba inundando mi piel. En otra época, ese golpe de aire me habría parecido placentero. Por eso no me vestí. Buscaba recuperar parte de lo que había sentido en el pasado, alejarme de ese presente vacío en el que las sensaciones habían desaparecido. Repetir los patrones que antes funcionaban, a sabiendas de que ya no surtían efecto. No quedaba nada del chico capaz de sorprenderse. Condenado a existir. Anulado para sentir.
Descendí por la escalera del porche que se internaba en la playa. No es que tuviese una casa en primera fila, es que poseía mi propio trozo de mar. La arena se coló entre los dedos de mis pies. Los moví jugueteando, adaptándome a su fría temperatura. Miré a ambos lados siguiendo las huellas de pies dibujadas en la superficie, por si alguna persona había osado quedarse después de que los hubiera echado a todos minutos antes, al anunciar abruptamente el final de la fiesta en uno de mis habituales cambios de humor. Es lo que tenía la droga. Subidas y bajadas sin paradas intermedias.
Nada. Nadie a la vista. Estaba solo. Como siempre, aunque a veces me creyese acompañado, por la absurda fantasía de ver a decenas de personas a mi alrededor adulándome, haciéndome creer que era el puto dios de un mundo enfermo que lo absorbía todo.
El silencio me resultó extraño. Tras años rodeado de los gritos histéricos de las fans, la música de la noche, los gemidos de la cama y las conversaciones banales del día, cuando el ruido desapareció, me inquietó. Sin la frenética actividad no podía hacer que desapareciese. No podía evitar oír mi propia voz.
Y no quería hacerlo.
No quería hacerlo porque en el fondo sabía lo que me diría, que yo era solo la proyección del fantasma de lo que un día fui. El hombre de las mil caras dibujadas por aquellos que lo veían y falsamente creían conocerlo, gracias a las entrevistas, los reportajes, los premios, los discos y los conciertos.
Nadie podía saber a ciencia cierta quién era Julien Meadow, porque ni yo mismo lo sabía. Hubo un día en que me conocí muy bien. Sabía lo que me gustaba y lo que no, lo que me hacía reír, lo que me emocionaba hasta el punto de apretar la mandíbula para que no me viesen llorar, lo que ponía mi corazón a diez mil revoluciones y lo que conseguía que se me cortase la respiración.
La luna se resistía a desaparecer del cielo. Exprimía sus últimos segundos de brillo a mi izquierda antes de ir a otro lugar, luchando contra la renovada claridad que traía consigo el sol hasta inundar el lienzo que tenía encima de mi de tonalidades azules, naranjas, rosas y amarillas. Los rayos incidían directamente en el océano infinito, provocando que este pareciese un cristal.
Metí los pies en el océano. El agua de la costa los lamió.