El taxi atraviesa fragmentos de luz proyectada en el asfalto. Interrumpen su tránsito voces de la centralita y otros taxistas, que hablan de cosas indescifrables para ti. La ciudad se enciende con el sol rojizo de la tarde que acaba definiendo las líneas que la dibujan justo antes de que se ilumine artificialmente. Las nubes, manchadas de esa luz cobriza, se suceden en su anonimato. Líneas rectas, cortantes, sucias, casi inhóspitas para alguien que prefiere el caos de la selva. Podrías recorrer kilómetros y kilómetros y ver siempre lo mismo: ver pasar las calles, las avenidas, la sucesión de los portales; la gente deambulando, abrigada, con prisa para cruzar la calzada oscura sin pisar los charcos, para detenerse en las paradas de autobús sin sitio donde sentarse, para desaparecer en los túneles del metro. Aunque tu empeño sea cambiar una parte del mundo solo el azar, incontrolable e insensible, lo logra. Podrías seguir allí, inventando nuevos caminos, nuevos recorridos, esperar la llegada de la lluvia o del viento, contemplar cómo la noche prende las farolas, mirar cómo pasan coches con los veloces números de sus matrículas iluminadas que juegas a memorizar, observar cómo los árboles se van oscureciendo hasta fundirse en la negrura, desviar tu mirada hacia las torres y los edificios más altos, desapacibles y soberbios, que proyectan sus últimas sombras inmensas y ahora innecesarias. Los frenos del taxi se quejan cada vez que tienen que detener la marcha. En todo el trayecto no sale ni una palabra de los labios del conductor —mejor así— salvo al final un murmullo, como una pequeña y monótona cascada, con el dedo índice, grueso y oscuro señalando números iluminados de rojo para indicarte la cantidad que debes pagar.
La mayoría de los anfibios que han existido ya han desaparecido. Los que han llegado a la actualidad son solo una pequeña muestra de lo que fueron a lo largo de su amplia historia evolutiva. Según cuentan con pasión algunos de tus colegas, la máxima diversidad de este grupo se alcanzó durante el Devónico y el Carbonífero, pero en el Triásico la mayoría se extinguió y solo uno de los linajes originó a los anfibios que hoy conocemos. Todo esto se cuenta en millones de años, algo que convierte en fugaz nuestra existencia. La gente que camina apresurada por las calles no llega a ser un insignificante suspiro en el cómputo de la vida en el planeta. La propia ciudad, con toda su historia, con sus intrigas y su pulso de vitalidad, apenas podría decirse que ha existido en una escala de tiempo geológico. Esa insignificancia de la existencia te abruma aún más en la soledad de un aeropuerto.
En noches sin luna es más fácil viajar y la cabina del avión te parece la mejor guarida. Eso piensas mientras te acomodas en el asiento ligeramente reclinado. Miras por la ventanilla y todo es oscuridad. Una azafata de ojos verdes y pelo negro recogido en un moño se inclina hacia la fila de asientos que compartes con dos hombres y os dice que se llama Felipa y que si necesitáis cualquier cosa durante el trayecto se lo hagáis saber. Tú, el buscador de ranas, el herpetólogo que recorre el mundo con el objetivo de encontrar respuestas sobre la desaparición de anfibios, respondes a Felipa con una indecisa sonrisa. En las últimas décadas las ranas de todos los rincones del mundo, incluso las que habitan los más escondidos e inaccesibles, los mejor conservados, los menos tocados por la mano del hombre, se han ido extinguiendo y la noche ahora es más callada. Por eso eres un buscador de lo imposible. Hablar de ranas será dentro de poco tiempo como hablar de dinosaurios, de seres que han pasado a ser solo ideas, sombras o palabras, nada más que palabras, palabras que se extinguirán como las mismas ranas por la falta de uso. Entonces, eres también un buscador de palabras con vocación de extinguirse.
Desde hace más de diez años recopilas información para conocer las causas últimas de este declive y extinción de los anfibios. Pensaste que sería una buena forma de recorrer el mundo, de alejarte de algunos fantasmas que te acompañaban. Trabajar con anfibios tiene sus ventajas, hay que buscarlos de noche, a ser posible bajo la lluvia y eso te ayuda a encontrarte con elocuentes silencios. Los anfibios son un termómetro, dices, de la calidad ambiental. Ahora que nos estamos quedando sin anfibios no sabemos hasta qué punto estamos enfermos. De eso trat