ANTES QUE ROMPA EL ALBA
Antes que rompa el alba
velamos en la espera,
lo creado calla y canta
en el silencio el Misterio.
Nuestra mirada busca
un rostro en la noche,
del alma a Dios se eleva
más límpido el deseo.
La sombra se retira
frente a la luz que viene,
florece la esperanza
del día que no muere.
Clarea ya la aurora,
nos llenará de luz,
tu gran misericordia,
oh Padre, nos de vida.
Y este nuevo día
que el alba nos anuncia
dilate en todo el mundo
el reino de tu Hijo.
A ti, oh Padre santo,
a tu único Verbo,
al infinito Amor
sea gloria por los siglos. Amén[49].
I
Antes que rompa el alba velamos en la espera. En la oscuridad que envuelve todas las cosas antes de que el alba rasgue la oscuridad que cubre el mundo, late la espera del corazón. Porque el corazón humano espera, fue concebido y creado como espera. Como una madre concibe a su criatura, así concibe Dios a nuestro corazón como espera. En el silencio de las cosas, cuando ninguna forma se ha delineado aún, ningún objeto se ha definido, hay como un canto en nosotros que precede a la luz. Antes que salgan de nuestra boca las palabras de la oración matutina vibra la espera del corazón que, orientada naturalmente a su destino, arde en esperanza. Estamos por naturaleza puestos en el mundo como espera.
Lo creado calla y canta en el silencio el Misterio. Lo creado no articula todavía sus palabras, pero insinúa la raíz de todas ellas; una raíz profunda que, desde el velo oscuro de la noche, busca un camino en nosotros para salir a la luz e iluminar el mundo. Cada mañana Dios traza así su senda.
Nuestra historia no es algo casual al albur de circunstancias que marcan una dirección predeterminada; es más bien un diálogo entre quien hace el corazón humano —y por tanto nos llama en cada instante a la verdad, al amor, a la belleza, a la felicidad— y la disponibilidad de nuestro corazón. Porque el hombre es libre y está llamado a la vida. Pero puede buscar la muerte. Como dice la Escritura, hecho para la vida, busca la muerte[50].
Por más que brame la ira o gruña la acusación a los demás, el dar por supuesto, el empeño en defender la mezquindad, lo que nos conviene o que creemos que es lo mejor (lo cómodo, la satisfacción inmediata), podemos seguir impertérritos durante mucho tiempo. ¡Cuántos días, semanas, meses podemos seguir así! ¡Cuánto tiempo permanece seco el manantial de la conciencia!
Así es como dejamos que el pecado, es decir, la elección de la mentira, fluya subrepticiamente hasta los ámbitos más recónditos de nuestra personalidad, sensibilidad y obra. Tened cuidado, porque estar en la mentira puede llegar a definir nuestros días más que el bien para el que se nos concede el tiempo.
No podemos considerar nada con verdad sin partir de la conciencia de ser pecadores, de que cedemos culpable y conniventemente al ídolo del egoísmo y de la satisfacción inmediata. Lo digo una vez más: sin partir de la conciencia de ser pecadores no podemos ser auténticos, no queda nada que pueda conmovernos de modo verdadero, ¡nada! Por eso, sólo si tomamos conciencia de lo que somos,se eleva a Dios más límpido el deseo.
En el principio, pues, está el Misterio. En principio era el Verbo. El Verbo, la Palabra de Dios es lo que da el significado a todo, de lo que todo está constituido. Y sin embargo la Palabra es el Misterio por excelencia.
No es cosa nuestra lo que necesitamos para vivir. Cuando resuena en mi conciencia, esta afirmación tiene una consecuencia práctica, purifica la actitud que asumo ante el día que me espera. Lo que necesitamos para vivir no es nuestro. Lo cual significa que nosotros no somos nuestros. ¿De quiénes somos entonces? ¿De quién es lo que necesitamos para vivir? ¿De dónde nos viene?
II
Velamos en la espera. Velar coincide ya con esperar. Velar es esperar. De hecho deriva del verbo latinovigilare, que se refería a los centinelas que rondaban de noche sobre las m