CAPÍTULO 2
Habían quedado a las ocho y media. Si pretendían cenar en el bar gallego de Corona Verde no debían presentarse allí muy tarde; a las diez de la noche de un sábado encontrar mesa podía ser imposible. Aunque, tal vez, con las fiestas encima, había pensado Juan, mucha gente se habría ido a su pueblo y el local estuviera despejado o por el contrario, y precisamente por la cercanía de las fiestas, la gente decidiera salir más a tomar algo fuera. Solían fallar al hacer este tipo de cálculos, para Juan y Rafa el comportamiento del resto de la humanidad se guiaba por modelos imprevisibles. Quedaban pronto para comprar las entradas del cine, suponiendo que una película que les interesaba, a una determinada hora, iba a ser la escogida por el resto de espectadores, para después encontrar la sala vacía.
Juan llegó al gallego un poco antes de la hora convenida y pidió una caña. Le sirvió el camarero con el pelo muy rizado y las elaboradas patillas; algunas veces se cruzaba con él por la zona de la biblioteca y se saludaban. Pasó al salón para esperar a Rafa. No había casi nadie, sólo una pareja de jubilados al fondo. Era demasiado pronto. Eligió mesa y se sentó en una silla con la espalda contra la pared. Siempre que le era posible, en un restaurante o en el tren, se colocaba donde su vista dominase la mayor porción posible de lo que ocurría a su alrededor. Rafa era quizás la única persona que conocía que, pudiendo elegir, tomaba una silla de espaldas a todo el mundo.
Esa mañana, Juan se había levantado con energía, a pesar de sentir unas ligeras agujetas en los brazos. El despertador había sonado tras nueve horas de sueño, y a las diez ya estaba releyendo páginas de los diarios de Héctor Meier Peláez, el poeta y guerrillero salvadoreño con el que llevaba casi un año y medio trabajando en exclusiva, y dos desde su primera monografía, correspondiente al primer curso de doctorado.
Se había dado cuenta, desde hacía bastante tiempo, de que evitaba a los escritores o poetas consagrados; los trabajos sobre Pablo Neruda o Gabriel García Márquez le aburrían. Cuatro de las cinco monografías que realizó durante el primer año de doctorado habían versado sobreEl relato de terror en Hispanoamérica,El relato de ciencia-ficción en Hispanoamérica,Los poetas del exilio uruguayo yRoque Dalton y el siglo XX. La figura del poeta salvadoreño Dalton le había atraído desde el primer año de facultad, cuando le descubrió en una antología. También sabía que la breve nota biográfica que acompañaba a los poemas, donde se hacía constar su militancia en la izquierda, su reclusión y huida de la cárcel, su paso por Cuba o Praga, y sobre todo su prematura muerte a manos de su propios compañeros revolucionarios —ejecutándolo con un disparo—, contribuyó de forma muy notable al interés por su obra. Era sugestionable a esas cuestiones extraliterarias.
Le interesaban las vidas rotas de escritores, sus trayectorias truncadas, las caídas en los pozos del alcoholismo y la desgracia, la incomprensión de su obra, su deslizamiento hacia trabajos inferiores y ajenos a su talento… Aceptaba que, debido a su inclinación y curiosidad por estas circunstancias, atribuía a ciertos autores aquejados de malditismo cualidades artísticas que le llevaban a preponderarlos, tal vez de forma injustificada, sobre otros de más talento pero de biografías más convencionales. Se negaba a creer, sin embargo, que esto le estuviese ocurriendo con Meier y, por el contrario, defendía que debido a temas extraliterarios la c